E n la antología Soler (1978-2019), de Francisco Muñoz Soler (Málaga, 1957), atravesamos el trayecto cronológico que se extiende desde los primeros versos de su juventud, en los que proyecta sus lánguidas reflexiones sobre el sentido de la existencia y la razón última de su propio «ser» o «estar» en el mundo, hasta llegar a la madurez en la que su voz se conjuga de forma rotunda y consistente para hacerse eco del dolor ajeno; de los más débiles, « de los niños del subsuelo del mundo», de las mujeres sujetas al rol de sumisión impuesto durante siglos, «de las personas que murieron cruzando el desierto de la frontera». De esta forma, el autor navega desde el «yo» más íntimo al «yo» que empatiza profundamente con el sufrimiento ajeno. Muñoz Soler evoca el poder de la palabra para dar forma material a los miedos e incertidumbres y dejar constancia de que somos y existimos en un mundo compartido, en el que la libertad debe ser buscada como el don más preciado. De vez en cuando, hay espacio para escenas cálidas de amor: «Solo nuestro silencioso amor/se alza sobre el ocaso/con escalas de ternuras». Con la serenidad que le depara la experiencia de vida y la fugacidad de los días, adivina el final del trayecto, despojado ya de inquietudes y arrogancia, en paz consigo mismo, en la mudez infinita de las emociones. En su memoria, la evocación constante y recurrente de la figura del padre, a cuyos besos e imágenes vuelve una y otra vez para hacerlo presente: «Hoy ha cumplido la mayoría de edad tu muerte, en estos momentos celebras tu conversión en cenizas, qué corto se hace el tiempo en la memoria...» (pág. 353).