La primavera se allega a nuestros labios impregnada de olores a incienso y azahares. Dulce primavera en la que Mario López evocaba la vieja Semana Santa bursabolense, «floreciendo en las rojas corolas de los cirios (...) al paso de los Cristos, sangrando por calles de crepúsculo». Frente a la fertilidad de la naturaleza, un antiguo pesar empapa las calles de los pueblos de España inflamándolas de trémulos candelabros, tapices de flores y saetas desgarradas. Los asuntos concernientes a la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo retornan desde el silencio de las iglesias al clamor gregario de las oraciones, reviviendo en lágrimas y vítores una ancestral tradición que ha empapado de contrita belleza y fruitivo quebranto las letras y las artes. Cristo renace de nuevo para recordarnos la historia repetida, la memoria viva de Dios encarnado que sufrió por la redención de nuestros pecados el escarnio, la traición, el martirio y la muerte. Contados artistas y poetas se han resistido a expresar esta declaración suprema de la generosidad, el acto más sublime del amor por los otros. Y así la creación poética ha permanecido vinculada a la experiencia religiosa en su ascendente gradación humana, ascética y mística. Aunque el catedrático de Lingüística de la Universidad de Córdoba, Feliciano Delgado, afirmaba que la poesía cordobesa nunca se había sentido especialmente proclive al sentir religioso, el tema de la Semana Santa ha sido y sigue siendo fecundo en la plasmación poética de lo que habría de ser la gesta por antonomasia del amor y el heroísmo.

Desde la entrada en Jerusalén, el Domingo de Ramos, hasta la crucifixión en el Gólgota y su Resurrección triunfante, la figura de Cristo ha sido objeto de las más diversas manifestaciones líricas. Será Julio Aumente, poeta de Cántico, quien proclame la acogida en Jerusalén «entre cantos y niños». Pablo García Baena nos ha llevado con su palabra deslumbrante a «la oscura noche del huerto» de Getsemaní; el sombrío olivar -en la voz plena de José de Miguel- «bajo el celaje turquí del cielo», donde Pedro -como Leopoldo de Luis recuerda- niega conocerlo hasta tres veces «para que el tiempo al fin me crucifique». Y «en la espesura de olivos plateados» se inicia el sacrificio con un beso, lo que expresa lúcido en sus versos Juan Morales Rojas. El dulce cuerpo de Jesús se rompe en la columna bajo el látigo cruel que lo descuaja. Ricardo Molina se pregunta, contemplando a Cristo en el madero, cómo es posible que brinde vida eterna a quienes le «ofrecimos la amargura, la hiel, los clavos, el dolor, la muerte»; y Manuel de César, en este mismo estado, reclama la misericordia de los hombres, duros e indolentes frente al Ecce Homo que los salva. Fernando Serrano transita la empinada calle hacia el calvario entre las lágrimas de las mujeres y el desprecio de quienes un día, no muy lejano, lo aclamaron con palmas; una senda de dolor por donde asciende con similar pesadumbre Ángel Fernández Dueñas y Pablo García Baena describe con su peculiar orfebrería. El Nazareno soporta la vía dolorosa camino de la muerte. Cómo no recordar el lancinante poema de Luis de Góngora que se inicia con estos versos estremecedores: «Pender de un leño, traspasado el pecho y de espinas clavadas ambas sienes». Ricardo Molina contempla «la cruz, la áspera cruz, sola y erguida, y un Dios muriendo en ella solitario». La crucifixión de Cristo es una de las escenas evangélicas más profusamente recreada por los poetas de Córdoba: Guillermo Belmonte Müller, Concha Lagos, Mario López, Pablo García Baena, Antonio Gala, Ángel Fernández Dueñas, Jacinto Mañas, Francisco Carrasco, Carlos Clementson, Francisco Benítez, Ángel María Varo Pineda, Antonio Capdevila, Manuel Gahete, una extensa nómina para no dejarnos olvidar tan heroico hecho y esa distancia inmensa entre Dios y el hombre, como afirmaba sin ambages el ínclito racionero.

El tema de María, la amorosa y doliente madre de Jesús, alcanza en profusión e intensidad al del propio Jesucristo. Pablo García Baena siente un especial fervor por la figura de la apesadumbrada madre que tuvo que someterse a la prueba más insoportable, al dolor más amargo, la inmolación y muerte de su único Hijo: «Desolada del mundo, Dama de la tristeza». Su devoción por la Quinta Angustia -María cobijando entre sus brazos el cuerpo inerte de Cristo- es especialmente significativa: «Pegujal sean mis brazos para tu sepultura...». Esta predilección de Pablo por María se extiende a otras figuras femeninas de los relatos evangélicos como Verónica y las santas mujeres.

Pero son muchos otros los que han declarado en sus versos este pesar inconsolable, ese infinito ardor del desconsuelo en sus advocaciones capitales: Virgen de los Dolores (Guillermo Belmonte Müller, Ricardo de Montis, Ricardo Molina, Mario López, Ginés Liébana, Pablo García Baena, Francisco Carrasco, Antonio Capdevila, Manuel Gahete), de las Angustias (Miguel Salcedo Hierro, Pablo García Baena), de la Piedad (Jacinto Mañas, Antonio Capdevila) y de la Soledad (José de Miguel, Francisco Carrasco, José Capdevila, Manuel Gahete).

También ha sido motivo de creación lírica el contexto global de la Semana Santa. «Un océano es poca materia», nos dirá Ricardo Molina para expresar el espectáculo de pasos procesionales, cultos y ritos litúrgicos, andas brocadas de flores y dorados, saetas en el silencio de la noche, nazarenos como espadañas alineadas sobre las calles, bandas romanizadas de trompetas y tambores, revoleteo de banderas, repicoteo de campanas, fuegos artificiales, la filigrana de los altares, el rudo encargo de los costaleros y toda la parafernalia en torno al escenario más aglutinador de beneplácitos y emociones, sea cual sea la razón, más o menos sacra, que una desde los fieles más adeptos a los más esquivos congregados. Recordemos el «Homenaje a un costalero» de Luis Jiménez Martos: «Tu oración es sudor corriendo por la espalda», agonista que Fernández Dueñas convierte en «costaleros, forzados de Amor».

Siendo el fin, con la Resurrección se inicia el acto capital para el cristiano. No podemos olvidar que solo en el milagro de la Resurrección todo cobra sentido. Sin esta esperanza posible no existe el mañana. No queda más que un oscuro vacío donde todo esfuerzo sucumbe, las llagas de la enfermedad, las palabras nobles, las acciones heroicas; un abismo ciego donde el amor se extingue porque la muerte impera. Y así lo expresa Julio Aumente, con su magistral elocución lírica: «Cristo resucitó. La madrugada -áspid mortal de sueño- en los jardines cuaja diamantes con su luz dorada». O quien escribe este texto celebrando que la vida renace y que siempre, sobre toda tristeza, alumbra el poder de la alegría: «Porque nunca más, nunca, nunca enmudecerá la primavera. No importa que tuviera un nudo en la garganta o un cadáver de besos o un dolor clandestino, otra voz generosa de pomelos y espumas desde un río sin fondo logró resucitarme».