‘Pasión y belleza. Julio Romero de Torres y Córdoba’. Autor: Alfredo Asensi. Edita: Diputación de Córdoba. Córdoba, 2019.

A los que amamos las cosas de Córdoba como expresión de la rica historia cultural de nuestra ciudad no podemos más que congratularnos ante este nuevo volumen, Pasión y belleza (Julio Romero de Torres y Córdoba), extraordinario libro-album a la vez, ejemplarmente editado por la Diputación de Córdoba con una muy bella riqueza iconográfica. Desde 1966, su autor, el periodista y escritor malagueño-cordobés Alfredo Asensi lleva ilustrándonos, desde distintas emisoras, con su palabra radiofónica, digna heredera de la de nuestro añorado Matías Prats, sobre señeras figuras de nuestra historia. A él se deben, en formato de radionovela, las biografías de Manolete, Lagartijo, Machaquito, Julio Romero y El Cordobés. En 2007 edita su primer libro, Califas de Córdoba. Tauromaquia lírica, y en 2008, 75 Años de vida (1933-2007), repaso retrospectivo de la historia reciente de nuestra capital.

Este nuevo libro no sólo es una vibrante biografía del pintor, sino a la vez, un completo repaso a la historia de España y de Córdoba, ilustrada con una serie de expresivas fotografías y sugestivas imágenes de época, amén de las inconfundibles creaciones de nuestro artista, que constituyen una auténtica radiografía de esta ciudad.

Con un innato sentido periodístico y una prosa dinámica y bien cortada, Asensi, con eficacia dramática o casi cinematográfica, magistral en los numerosos diálogos, construye con gran capacidad recreadora y sintética la época, los acontecimientos, las costumbres, la atmósfera y las grandes personalidades de la intelectualidad, la política y la aristocracia, así como algún que otro terrible bandolero del momento como el tristemente famoso Pernales, más los artistas populares del flamenco y el mundo de los toros, que tanto le apasionaban y convivieron con Romero de Torres. A través de las distintas épocas de su pintura -realismo, simbolismo, hasta la gran etapa de su madurez definitiva-, Asensi nos acerca, vivificada y expresiva, la figura de nuestro inmortal pintor, cuya obra, hecha de «pasión y belleza», de poesía y misterio, plasmando en ella toda el alma de Córdoba, el escritor nos clarifica con muy seguro pulso narrativo.

ENTRE EL 98 Y EL MODERNISMO

Integrante de la generación del 98, Julio Romero es, sobre todo, un artista castizo, modernista-simbolista, que viajó por Europa, triunfó clamorosamente en Argentina, y gozó de la admiración y el respeto de las grandes personalidades literarias de su tiempo, como Valle Inclán, Manuel Machado o Pérez de Ayala; un artista que supo plasmar un mundo propio inconfundible, centrado en el humus histórico de nuestra ciudad y nuestra idiosincrasia, acuñando un determinado arquetipo femenino, como es lo propio de los grandes creadores, un arquetipo que es su firma definitiva.

Liberada ya de fáciles clichés y tópicos prejuicios, que lo pretendían reducir a un peudofolklorismo de postal turística, la pintura de Romero de Torres, tras su juvenil etapa realista y su europeizante simbolismo, se inserta en la más castiza expresión del modernismo español; algo paralelo al hondo modernismo andaluz de un Manuel Machado, hoy también despojado de esos torpes y falaces tópicos que el franquismo proyectó sobre ambas figuras.

Este libro de Alfredo Asensi patentiza la vigencia y actuante memoria que la figura de nuestro artista, uno de los grandes maestros de la pintura del siglo XX, ha tenido de siempre entre nosotros como creador de la plástica expresión figurativa del rostro y el alma de nuestra ciudad, de la mirada de Córdoba; un alma refugiada en la serena gravedad y hondura de esa mirada que él ha ido plasmando, con devoción cordobesa, un cuadro tras otro, en los ojos de sus figuras femeninas, esos ojos que son la mirada de nuestra ciudad.

Nuestro artista ha acuñado en su pintura sensual y profunda el espíritu y el rostro popular de nuestra histórica urbe, un rostro bello, hecho de melancolía y misterio. Enamorado de la mujer, ha plasmado la belleza íntima y plena de esas criaturas cuyos nombres son Carmen, Fuensanta, Teresa, Rafaela....

su círculo literario

Su gran admirador, Ramón del Valle Inclán, la máxima expresión del modernismo hispánico, repudiando al resto de los artistas que participaban en la Exposición Nacional de 1912, aseguró que Romero de Torres era «el único que parecía dueño de una estética... sutil que busca en las cosas aquel gesto misterioso que las hace únicas y durables». Pero ya Valle, en artículo publicado en El Mundo, el 3 de mayo de 1908, nos advertía de la personalidad de su arte: «Julio Romero presenta cinco cuadros, y cualquiera de ellos es algo desusado en la pintura española y superior a todo cuanto aparece en la exposición. Este gran artista, desdeñoso y silencioso, nos consuela de esa pintura bárbara de manchas y brochazos, donde jamás se encuentra la expresión de la línea, lo augusto del color, y la noble armonía de la composición. Él es, de cuantos pintores acuden a esta exposición, el único que parece haber visto en las cosas aquella condición suprema de poesía y de misterio que las hace dignas del Arte». Otro señero poeta modernista, Francisco Villaespesa, nos lo retrató en su poema «Maison Dorée», el centro de la alta vida social nocturna madrileña: «Y aquel otro, tocado de un sombrero/cordobés, de amplias alas,/moreno y enjuto como Lagartijo,/que con aire entre humilde y altanero,/a la extranjera de ostentosas pieles/contempla inmóvil, en sus ojos fijo, ése es Julio Romero,/el califa andaluz de los pinceles...». Y otro gran novelista e intelectual de altura, de otra generación posterior a la modernista, la generación del 14, la de Ortega, Sebastián Miranda y Marañón, comentando la obra de Romero de Torres apreció «el sentimiento místico y trascendental de la vida en esa abismática potencia de captación que asoma en los ojos de algunas de sus mujeres y nos pasma y suspende, como si nos asomásemos a un barandal en el borde último del universo». Como podemos apreciar, la sintonía entre el lenguaje de los artífices de la palabra y la pintura era, en este caso, manifiesta. Como lo será igualmente con la poesía de Manuel Machado, un muy ajustado equivalente literario y poético de la personalidad y del mundo plástico andaluz del artista cordobés, un mundo escindido entre el sentimiento del amor, de la carne y de la vida, y la presencia de la muerte. Temas viejos, temas sangrantes de entonces y de hoy, como el de la violencia ejercida contra la mujer (esa violencia del macho que acabaría con la vida de una de sus modelos, La Cartulina, y que llevaría a uno de sus cuadros), o el triste amor mercenario, el sexo, los celos y la muerte -la pasión y el dolor, el amor y la carne, el amor místico y el profano, la castidad y el pecado, la sensualidad y lo sagrado- todos esos temas palpitan en sus personalísimas creaciones, en cuyo racial dramatismo un cierto aire de fatalidad y misterio anticipa ya el clima trágico de lo que va a ser la Andalucía lorquiana. Hay también una implícita y valiente denuncia social en esas pobres muchachas marchitas, al calor del brasero, que se asoman a los zaguanes de nuestras callejas, desde las que exponen las pobres galas de su primavera enferma, quizá de hambre. Algunos de esos cuadros estremecedores parecen exhalar el turbio olor de la carne desamparada, la soledad y el miedo en esos ojos de miradas infinitas, profundos de angustia y miseria, con brillo de fiebre triste sobre las hondas ojeras. Y no olvidemos tampoco ese original latido casi metafísico que sus sugestivos fondos nos sugieren, en un clima casi mágico de ensoñación y vigilia, de fiebre y duermevela, una Andalucía de oscuros jinetes enlutados, de paseantes solitarios, de parejas de enamorados que se pierden por la orilla del río en los crepúsculos de la Ribera, así como cierta geografía urbana de iglesias, plazuelas, ermitas, palacios, conventos y espadañas, una arquitectura popular e histórica cordobesa.

¡Cómo Julio Romero ha inmortalizado, de verdad, para los siglos, el alma de Córdoba!