‘Los signos ocultos del paisaje’. Autor: Rafael del Campo Vázquez. Edita: Ánfora Nova. Rute, 2019.

Como en otras ocasiones, un prefacio y un epílogo encuadran este nuevo poemario de Rafael del Campo Vázquez, y así en esa primera incursión poética quiere describir su estilo y declarar su intención, hasta que cumplida la travesía de todos sus apartados podrá al fin resumir su voluntad lírica así: «Quiero retener en mí los signos del paisaje/porque fueron mi vida, y en mi vida crecieron». También dentro de aquel prefacio, en «Primeras palabras», se orienta, contando con la belleza y el misterio de la vida, hacia la razón del poemario, que es una reflexión continua disuelta en búsqueda de «respuesta más allá de la niebla», intentando al fin hallar aquello «que alimenta con agua los signos del paisaje». Lo cierto es que los escenarios (véase «Paisajes») que habita el hombre son muy diversos, como diversos son los signos vitales que a cada persona le hablan y le despiertan su emotividad. Esta, finalmente, se muestra con diáfana claridad en cualquiera de las cuatro estaciones que, junto con «Últimos versos», estructuran este libro de Rafael del Campo Vázquez, quien en «Epílogo», proclama a la poesía como búsqueda suprema para la comprensión de todo, y como anhelo que sostiene la vida: «Te espantas y te ocultas y a veces te descubres/tú, razón de las cosas, hundida bajo el agua».

Si seguimos la estructura del poemario, en «Signos de primavera» (1ª parte) el texto inicial, con ese mismo título, ensalza la luz como materia constitutiva de la estación: «La luz nombra las cosas, los objetos queridos, /.../ y el cimbreo perdido de un pájaro en la adelfa».

Las tres estrofas de alejandrinos blancos -a veces cuatro-, seguido de otro par de la misma especie (que a partir de ahora serán marchamo métrico del libro), modulan un mundo en calma, de dulces recuerdos que retorna imágenes líricas de libros anteriores al nombrar, por ejemplo, «una nube en el cielo, un pájaro en el árbol» (en «Niño»). Esa luz también retornante a pasajes descritos ya en poemas precedentes, exalta la emotividad del amor, pues «a veces sonreías y el mundo se paraba». Así, es belleza lírica cuanto el amor envuelve: «Hermoso es cuando duermes e imagino tus sueños /.../ entre campos de encinas y adelfas florecidas».

No decae esa propensión al disfrute del amor, sino que se mezcla con otras sensaciones y típicos escenarios del verano, la estación que se describe de este modo: «Verano es el paisaje de todos los deseos /.../ y tus ojos muy negros y el fulgor de la sangre /.../ de los cerros de jaras y el olor a tomillo».

Es bella y acertada la expresividad que se derrocha ecuánime y que alcanza por igual a experiencias vividas («cargar en el zurrón tierras de varios prados») como a recuerdos inmarchitos que acompañan «con las memorias cuyo rastro aún palpita». Toda escena es proclive para exaltar el verano, ya sea la contemplación de un perro urbanita que se arrima al árbol «donde cada mañana desagua su tristeza», o la consideración de la placidez de la estación que favorece los pensamientos y recuerdos, a pesar de que «el verano es oscura metáfora que huye».

Bajo los «Signos de otoño» se argumenta que «es hermoso pasear sobre el silencio y las hojas», y entonces surgen nuevas y propicias reflexiones para entender el tiempo («Sólo el tiempo ha pasado, pero el tiempo no existe») o para comprender la naturaleza y la presencia en ella de criaturas como los estorninos o los ciervos, siempre con el recuerdo de quien al vivir descubrió sus ilusiones «y los pasos de alguien perdidos en el tiempo». A la vez, estar inmerso en ese posterior tiempo de invierno conlleva de nuevo a que rebrote el amor, confesando: «escucho entre los pinos que iluminan tus ojos/apenas el revuelo de pájaros inquietos». Sin duda, y ya concluyendo, en todo el poemario predomina la belleza, la serena humildad al contemplar la vida y la aquiescencia ante los signos de la hermosura de plácidos paisajes, porque el poeta se hace eco del pensamiento de Delibes y escribe: «Hay algo de infinito en lo que es tan sencillo/como una mano blanca que derrite la nieve...». Esa continua contemplación, ese atento detallismo en las oportunas descripciones del escenario de las estaciones meteorológicas y sentimentales, pues están unidas a sentimientos que asaltan los recuerdos, el amor y la siempre palpitante naturaleza, y todos ellos son los signos y el marchamo característicos de este tan conseguido, tan simbólico, tan bien estructurado, equilibrado -fondo y forman se acompasan- y armonioso poemario de Rafael del Campo Vázquez, buen prosista pero muy auténtico y agraciado poeta.