‘En la noche del mundo’. Autor: Mauricio Gil Cano.Prólogo de Juan Diego Fernández

Editorial: Dalya. San Fernando (Cádiz), 2019.

El escritor y periodista gaditano Mauricio Gil Cano (Jerez de la Frontera, 1964) saca a la luz un nuevo poemario, En la noche del mundo, título de evidentes referencias a los momentos de crisis y acelerado desmoronamiento que sufren tanto la sociedad humana como el planeta; y no por ello ajeno al propio desasosiego y a la incertidumbre personal, los cuales sobrelleva con el asidero de la fe. Se trata, pues, de un libro más laico, profundamente existencial y humano, de lo que aparentemente pudiera parecer; incluso por su portada, que reproduce El Gólgota, óleo sobre lienzo de Ramón Epifanio.

Se inicia el volumen con una cita de José Ángel Valente: «El duro diamante sobrevive a la noche», la cual da entrada a la primera parte, «Entre tinieblas», introducida a su vez con cita de Vicente Aleixandre: «Inmensamente triste, tú miras la impenetrable sombra en que respiras», que integra veintiocho poemas. Comienza, pues, el volumen con la parte más extensa y de tono existencial del mismo. Hay una íntima desazón, una profunda tristeza alentando en este libro, que constituye un análisis poético de la conciencia, una visión de la vida no exenta de cierta desolación, de profundas convicciones humanas y hasta filosóficas. Desde el espejo en la penumbra que nos devuelve la imagen de nosotros mismos, desprovista de todo artificio, el poeta se debate desesperadamente, y no exento de cierto escepticismo, entre cuestiones como la vida trascendente o la vida como sueño y laberinto, antesala de la muerte, y también como proyecto inacabado e imperfecto: «Será mejor que encienda un cigarrillo/antes que se diluya en humo la existencia» (pág. 16). A veces ni la escritura ayuda a soportar la cruenta realidad que nos escupe a la cara nuestra propia degradación existencial: «Hay un loco mirándome a los ojos,/mirándome en mis ojos. Canturrea/un himno que desgrana como burla,/un himno que interpreta con los labios/más mudos de la noche» (pág. 18). Ante semejante estado de derrumbe, surge la tentación del alcohol, aun a sabiendas de que no supone sino una inmersión mayor en el infortunio. Brilla el poeta en endecasílabos, alejandrinos, en melodiosos sonetos de factura impecable y de dolor transido. La recurrencia a Dios en medio de semejante desangelo emocional no supone tampoco un consuelo cierto, aunque a veces alivia o reconforta cuando el vino o la literatura no satisfacen el anhelo de rellenar el crucigrama siempre incompleto de la vida: «No encuentro esa palabra/capaz de taponar los odres de la angustia/y el vino se derrama, se escapa como un sueño» (pág. 28).

Estamos ante una poesía profundamente humanista, existencial y vitalista que asume el hecho religioso con una visión agónica, de angustiosa indagación, donde no falta la referencia a Nietzsche. La escritura es una forma de escapismo y a la par un asidero en el naufragio de vivir donde confluyen ecos modernistas (Rubén Darío), ascéticos (fray Luis de León) y místicos (San Juan de la Cruz), siempre bien traídos y llevados, como de soslayo.

La soledad y el dolor son compañeros de la vida humana, el paso del tiempo su enemigo: el poeta vive agónicamente y se agita en busca de instantes de luz, asideros de esperanza: «Pregunto por un dios cuya respuesta ignoro./Si alguna vez ladró, desatendí a ese perro./Si alguna vez su aliento, endurecí la entraña» (pág. 40). La vida es para el poeta como recorrer un viacrucis, con todas y cada una de las estaciones hasta llegar al Lugar de la Calavera. Algún eco del Quevedo más existencial y descarnado, pesimista y barroco se asoma a las ruinas que el paso del tiempo va dejando.

Sólo el Crucificado marca el camino por el que transita el poeta y que no es otro que la propia cruz. El mismo aliento de Quevedo reverbera en el título de la segunda parte, «Lira cristiana», que introduce con cita de Manuel Machado. Coplas de profundo sentido existencial se dan cita aquí, junto a décimas sentenciosas de sabia lección que el vino anima abriendo el discernimiento. Versos ligeros y aligerados que fluyen con mayor alegría, casi como en un juego de virtuosismo y agudeza, con el aliento de Jorge Manrique tan bien traído, con Quevedo de nuevo o con Rubén Darío en el poema «A la luna»: «Yo soy de los poetas que cantan a la luna,/de los cristianos viejos de perdidas batallas/y victorias acaso y profundas agallas./Yo soy un loco de esos sin amor ni fortuna» (pág. 64). La oportuna cita de Baudelaire o las continuas invocaciones a Dios como auxilio y esperanza del hombre atribulado son constantes, aunque destaca la ternura y amor que acierta a expresar en el poema «Dios te salve», dedicado al fallecimiento de su madre o «En la paz definitiva», que dedica a su hermana Mari Carmen, también fallecida. Un tono ascético y senequista, a la par que desencantado, se cierne sobre ese conjunto de textos que constituyen la segunda parte del poemario.

Los ocho poemas que conforman la tercera parte, «Homenaje» son, en general, textos de celebración de la amistad, a la familia o dedicados a algunas imágenes sagradas. Destacan los referidos a la poeta Pilar Paz Pasamar, «Mujer nutricia», el «Soneto primaveral para Ramón Epifanio» o «Leyenda de Jerez», a Enrique Bedoya O’Neale.

Todo ello hace que En la noche del mundo sea un gran libro al que hay que acudir sin prisas, con ánimo de dejarse llevar por la sobrecarga de emociones y sentimientos que transporta en su seno, de vivencias y experiencias de dolor y de gozo, con la necesaria empatía para dejarse seducir por una copa de buen vino.