La valoración de García Baena es siempre unánime a tenor de lo que de ella se ha ido escribiendo. Si Leopoldo de Luis, en ‘Ensayos sobre poetas andaluces del siglo XX’, habló ya del «terciopelo verbal que la poesía de García Baena despliega siempre», una década después fue Guillermo Carnero, en su prólogo a ‘Mario López. Poesía’, el que insistía en esto: «Es inconfundible Pablo García Baena por la serenidad de una imaginación en la que la experiencia directa y la cultural equivalen, al producir modificaciones de la sensibilidad igualmente auténticas». Y quien tanto ha escrito sobre él, L. Antonio de Villena, no hace mucho que en ‘El fervor y la melancolía. Los poetas de ‘Cántico’ y su trayectoria’ (2007) comentaba que «Pablo es un cimero poeta del lenguaje (de su brillo, de su esplendor, de la magia connotativa de las metáforas) pero también del más directo vitalismo». Es cierto que el testimonio que ahora traemos llega de lejos, de las alegres y sabias horas compartidas, pero es testimonio tan elocuente y conocido que en él ya estaba en germen cualquier otro elogio y reconocimiento. Era, en este caso, la pluma amiga de Ricardo Molina la que también se mostraba certera y futurista: «Dejadme que os alabe en Pablo García Baena,/dejad que os magnifique en este hermano mío/en quien pusisteis desde el principio un silencio grave/y el don precioso de las más hondas comunicaciones»; versos que además remataba con estos dos tan inolvidables como justos: «y en el ensueño de esa Córdoba que ya no existe,/ Pablo es el último ciprés».

Sin duda, repitiendo palabras de José Infante, «sus pocos, pero imprescindibles libros, contienen una de las aventuras poéticas más luminosas y auténticas de toda la poesía española».