La poesía española vive, desde los 80, en una república de temas, formas y tendencias estéticas, de mandatos e inercias. Lo cierto es que en tiempos de globalización la poesía se descompone y al mismo tiempo se vivifica y dilata, tal vez para no perecer en la continuidad y pura renovación, en una clara señal de querer ir más lejos y acercarse a la historia de todos y a nuestras cosas más íntimas.

Las últimas propuestas de algunos poetas españoles han roto los límites y han expandido su influencia, y para ello han huido de la grandilocuencia de lo clásico, de rosas de plástico, pulidas y repintadas, también de lo enmarcado como un paisaje o bodegón, y lo han hecho con una escritura temblando en la semántica del mundo que vemos todos los días, tocamos, amamos y odiamos, con un neorrealismo llevado a su máxima expresión, con una poesía de la experiencia que perturba irónicamente nuestras lado más íntimo, o la osadía de una generación con gran presencia en las redes sociales, casi en la línea roja y a veces más allá de la lírica del verso.

En definitiva, unas poéticas sin fronteras y en otras realidades, a bordo de una multitud de pequeñas editoriales y también de primeros sellos en la edición que acogen, junto a nombres destacados, a otros aún balbucientes nacidos en las redes y que venden miles de ejemplares. Y esto ocurre frente a una crítica monolítica, al sincretismo de los índices de los más vendidos, de la ambigüedad de segundas o terceras ediciones, y a pesar de que continúan existiendo monopolios solapados entre la inercia y el instinto, a los que bien poco les importa la poesía.

Se suele decir que la lírica es subjetiva, subjetiva sí, pero no todo vale. Ahora bien, todos los cambios poéticos han acabado siendo estables o absorbidos, y también todos han servido para sumar y quedarse.