Frente a una antología como También vivir precisa de epitafio, de Javier Sánchez Menéndez, hay un primer pensamiento de regocijo, ya que se tiene una perspectiva más completa de la obra de un autor. En la elección de los poemas recae gran parte del peso, pero es imposible ocultar un estilo, una forma de encarar los poemas. Importa mantenerse receptivos, porque la poesía, como una revelación, nos pide estar atentos a lo emocional y dejar que se produzca ese crecimiento sensorial y reflexivo. Este itinerario da luz sobre los inicios de Javier Sánchez Menéndez, la búsqueda de hallazgos, ese comienzo que pretendía romper con cierta normalidad estética de la poesía dominante de finales de los 80. Como punto de partida busca en lo formal otro aire, otro tono que aleje de grupos y tendencias.

Todo esto hasta el Violín mojado (1991), libro que aunque parece cierre de una etapa, muestra a la vez un primer punto de inflexión en la obra de Javier, y que se confirma en Introducción y detalles (1991). Depurando el estilo y personalizando esa voz, durante este proceso surgen también los hallazgos que nos ponen en la pista de un Sánchez Menéndez que ya sabe hacia dónde quiere llevar el poema y que está en el camino de ofrecer lo mejor de sí mismo.

Hasta que llegamos a Una aproximación al desconcierto (2011), y ahí cristaliza lo de los trabajos anteriores, algo que se venía anunciando. Aunque esa conexión con la poética de Nicanor Parra flota en sus versos, con los matices personales que Sánchez Menéndez les imprime, en esa poética de la salvación y el desconcierto, en el que el silencio es ya toda una respuesta.

Hacia el final de la antología, ya contemplamos ese grado de maduración de la voz poética (Perdona la franqueza, 2015, o El baile del diablo, 2017) y sobre todo lo que está por llegar, esos nuevos poemas que siguen en la construcción de este epitafio, la conciencia de un ser hiriente en su mirada, que busca la belleza y no ceja en ello.