Una vez pasada la Semana Santa, realizadas las penitencias oportunas, estrenado el traje comprado para la ocasión y digeridas las torrijas calentitas de la abuela, recuerdo los cambios tan abismales que han dado los tiempos en la celebración de esta cristiana fiesta. El Viernes Santo no se podían tocar las campanas y se convocaba a los fieles por medio de carracas que los monaguillos hacían sonar por las calles, las salas de fiesta, los circos y los teatros eran cerrados estrictamente en señal de luto y de duelo. Esperábamos ansiosos la celebración de la Vigilia Pascual para poder cantar, bailar, salir a la calle y comernos la famosa mona en el esperado domingo de las meriendas.

Hoy casi todo ha cambiado, pero está claro que cada uno seguimos cumpliendo nuestra íntima y particular penitencia, esa que la vida nos ha puesto en el camino, como una mochila viajera cargada de dudosos y desconocidos vericuetos.