Decía Octavio Paz que “el siglo XX ha sido el siglo de los pueblos en dispersión y las naciones fugitivas”. Tal vez pensaba en el gran exilio español republicano de 1939. En medio de esta última marea fugitiva iba el poeta Pedro Garfias, sevillano de Osuna (aunque nació “accidentalmente” en Salamanca, 1.901). Después de haber sido una figura estelar del ultraísmo literario en los años veinte, y de haber iniciado su compromiso político en los años de la República, se alistó en Madrid en agosto de 1936, en un contingente de milicianos para defender a su Andalucía del golpe militar. Recaló en Villafranca de Córdoba, donde lo nombraron Comisario del “Batallón Villafranca” (luego 74 Brigada Mixta).

El comienzo del exilio más largo

En los días aciagos del invierno de 1939, con las tropas franquistas pisándoles los talones, Garfias formó parte de la marea humana de los vencidos, y entró en Francia en la noche del 9-10 de febrero de 1939. Comenzó su exilio en los campos de concentración franceses (Saint Cyprièn), en inhóspitos barracones de frío, dolor, humillación y abatimiento: “Tendido sobre el mundo de cara a las estrellas, / flotando sobre el tiempo como un madero inútil…” (Poema 277.De mi edición “Pedro Garfias. Poesías Completas”, Alpuerto, Madrid, 1996). Allí expresó su inspiración en uno de los poemas de mayor amor a España que se han escrito jamás. Porque los vencidos amaron a España más que nadie:

… tiro de ti como un barquero tira

de su barca a la orilla de los mares.

El mundo se entreabre a mi camino;

dicen que el mundo es grande…

Pero había tantos mundos todavía

que descubrir entre tus besos, Madre. (Poema 219)

Garfias quería arrastrar a España, su Madre, consigo como un barquero a su barca. Aquellos republicanos españoles internados en los campos franceses comenzaron enseguida a escribir tarjetas de auxilio a entidades pro-refugiados. Garfias tuvo suerte: fue seleccionado, con varios más, por el Lord Faringdon, para una residencia temporal en su finca de Eaton Hastings, al oeste de Londres. El 6 de marzo, mientras su esposa Margarita se quedaba en París, Pedro Garfias embarcó en Dieppe hacia Inglaterra, junto a Eduardo de Ontañón, Fermín Vergés, Doménec Perramón, el músico Lázaro y alguno más. Transcurrían los meses de mayo y abril de 1939.

Garfias se dedicó enseguida a pasear en soledad por los verdes del Támesis, con el dolor de la gran tragedia. El poeta entró en serenidad vital y en un proceso de sublimación estética, donde se depura el dolor de la derrota, hasta cristalizar en su gran elegía bucólica Primavera en Eaton Hastings, “el mejor poemario del exilio español”, a decir de Dámaso Alonso. Las lágrimas de Pedro Garfias se hicieron altísima poesía: “… mientras duerme Inglaterra, yo he de seguir gritando / mi llanto de becerro que ha perdido a su madre” (Poema 248).

La expedición del “Sinaia”, emblemática del exilio

Garfias salió de Inglaterra el 16 de mayo de 1939, al tener noticia de que había sido incluido, con su esposa Margarita, en el pasaje del buque “Sinaia”, fletado por el SERE, el Comité Británico y la Legación mexicana, que llevaría a México a un gran contingente de refugiados. Una vez a bordo, los 1.800 refugiados, como las pateras de hoy en el Mediterráneo, el “Sinaia” zarpó del muelle de Séte, el 25 de mayo de 1939. Bajaron por el Mediterráneo. Viajaban personas y familias de toda edad y condición, y un buen grupo de intelectuales: Garfias, Juan Rejano, Manuel Andújar, Benjamín Jarnés, Eduardo de Ontañón, Antonio Zozaya, Adolfo Sánchez Vázquez, Jesús Izcaray, Antonio Sánchez Barbudo, Lorenzo Varela… y hasta la Banda de Música de Madrid, con su director al frente, Rafael Oropesa. La España del trabajo y del talento, excluidos de la España de los vencedores.

El 26 de mayo, cuando pasaron a la altura de Gibraltar, ocurrió la desgarradora despedida de la Patria: el octogenario periodista Antonio Zozaya, todos en cubierta, pronunció unas jeremíacas palabras, para muchos el “adiós” definitivo, y agitaron sus manos y pañuelos hasta perderse en las aguas oscuras del Océano. Esta despedida dolorosa resume el más gigantesco amor a España que se haya expresado jamás. El amor a España estaba entonces, no en los desafiantes saludos a la romana, sino en las lágrimas de los ex combatientes de la libertad, los vencidos y los exiliados.

El domingo 28 de mayo atracaron, sin descender, en el puerto de Funchal (Madeira), receso que se aprovechó para levantar los ánimos con un recital en el Pedro Garfias llevó la voz cantante, así como la Banda de Madrid. El 6 de junio hicieron escala en Puerto Rico, también sin descender, por la fobia internacional contra los refugiados (igual que hoy). Pero el pueblo puertorriqueño se fue agolpando en el muelle, con los “vivas” de los sindicatos a los antifascistas españolas, mientras la gente hacía subir con cuerdas alimentos, frutas y alguna botella de ron, una de las cuales cayó en manos de Juan Rejano y Pedro Garfias, impulsora después de alta inspiración poética.

Zarparon de nuevo por las aguas del Caribe. Se proyectó confeccionar a bordo un “Album homenaje” a Lázaro Cárdenas, con escritos y poemas de los exiliados. Juan Rejano se encargó de presionar a Garfias para que sacara de sus entrañas el poema emblemático del exilio, hasta que, por fin, lo consiguió, en la noche del 9-10 de junio. De madrugada, Rejano oyó que Garfias susurraba solo en la cubierta…

España que perdimos, no nos pierdas,

guárdanos en tu frente derrumbada,

conserva a tu costado el hueco vivo

de nuestra ausencia amarga,

que un día volveremos, más veloces,

sobre la densa y poderosa espalda

de este mar, con los brazos ondeantes

y el latido del mar en la garganta….

Era el poema “Entre España y México” (núm. 220). Este poema adquirió una celebridad extraordinaria por todos los rincones de México, y se convirtió en el himno y elegía de los republicanos españoles. El “Sinaia” atracó en Veracruz en la mañana del 13 de junio de 1939, ante una multitud de mexicanos enarbolando banderas y pancartas. Una decía: “Víctimas del fascismo, el pueblo mexicano os saluda”. Todo fue grandioso aquel día, de no ser por el dolor encorvado en los corazones. El Dr. Negrín, ya en México, subió a cubierta, junto a autoridades mexicanas. Hubo un acto protocolario ante todo el pasaje expectante, con sus escasas pertenencias a punto. Descendieron los transterrados, a la espera de rehacer sus vidas.

La generosa acogida de México y el exilio interminable

Los republicanos españoles se dispersaron por diversos lugares de México. Garfias y su esposa Margarita fueron al Distrito Federal, a la capital, y se alojaron en la calle Edison, 7. En el edificio estuvieron también: Francisco Giner de los Ríos, José Cobos (de Cabra), Ernesto Benítez (de La Carolina), Ofelia Guilmáin y su madre… Cerca residían León Felipe y su esposa.

Enseguida se organizaron las tertulias de los españoles. Se juntaban en el Café Imperial (del hotel del mismo nombre), Café París, La Parroquia, El Papagayo y otros, sin olvidar el célebre Hórreo. Y proliferaron las casas regionales, la Casa Regional Valenciana, Los Cuatro Gatos (madrileños), el Centro Asturiano, la Casa de Andalucía, el Centro Republicano, etc.

Los españoles empezaron a crear revistas literarias y de variado contenido: las revistas: España Peregrina (José Bergamín), Romance (Juan Rejano), España Popular (José Renau y Jesús Izcaray, órgano oficioso del PCE, donde se inscribía Garfias), Las Españas (Manuel Andújar y José Ramón Arana), etc. En todas ellas se hallan publicaciones de Garfias, el cual también empezó a publicar sus primeros libros en México: Primavera en Eaton Hastings (Tezontle, 1941), Poesías de la guerra española (Minerva, 1941).

A partir de entonces, Garfias se convirtió en el gran rapsoda homérico del exilio español en México: de todas partes lo llamaban, por todos los rincones del país recitaba sus poemas, por el norte, centro y sur. El poeta acudía a celebraciones del 14 de abril, o del 7 de noviembre (defensa de Madrid), el 8 de septiembre (fiesta de los asturianos). Era Pedro un poeta que recitaba de memoria, con voz sincera y bronca. Eran los lamentos del dolor del exilio, expresado como ningún otro poeta.

Entre 1943-1947 estuvo vinculado a la Universidad de Monterrey (Nuevo León), donde dejó huella imborrable, por sus charlas en la Radio (“Hora Universitaria”, “Cante, toros y poesía”), la fundación de la revista Armas y Letras, y su nuevo libro De Soledad y otros pesares (1948). Allí lo acogió su nuevo gran amigo: Alfredo Gracia Vicente, maestro exiliado, de Teruel. En un acto público en el Instituto Científico y Literario, Garfias agradeció la acogida de México al pueblo español, “perseguido por el régimen fachista (sic)”, y aseguró que las generaciones venideras españolas nacerán con el nombre de México escrito en su corazón”.

En Torreón lo vemos en una velada junto a la bailaora Pilar Rioja, de origen español, y una charla sobre flamenco en la radio, junto con Magdalena Briones. De 1948 a 1952 se ubica de nuevo en el Distrito Federal. En 1949 impartió charlas sobre García Lorca en la Universidad de Yucatán. En 1950 vemos a Garfias asiduo a la tertulia del restaurante “El Hórreo”, con Simón Otaola (La librería de Arana) y otros.

En 1951 se publicó su nuevo libro, Viejos y nuevos poemas, con prólogo de Juan Rejano. En 1952 se desplazó un tiempo a Guadalajara, al amparo de otros amigos exiliados: Antonio Navarro, Francisco Briseño, Carlos Fernández del Real, Pedro Camacho y otros. En 1953 le publicaron su último libro, Río de aguas amargas. Al año siguiente la vida nómada de Garfias recaló en Guanajuato, al amparo de nuevos amigos: Luis Rius, el Dr. José Gaos, el pintor Alberto Gironella, Horacio López y otros. Fue otra etapa de sosiego y de nuevas inspiraciones del poeta. Y así, entre nuevos viajes, continuos recitales, veladas flamencas y tertulias… Mil cosas más podríamos relatar del gran Pedro Garfias. En la primavera de 1967, presintiendo su final, regresó a Monterrey, al calor de sus amigos de la Universidad, de Alfredo Gracia y del matrimonio Eugenio Armendáiz y María Aurora Elizondo.

El 9 de agosto de 1967 subió a la barca de Caronte, en el Hospital Universitario de Monterrey. La oración fúnebre la pronunció el Lic. Raúl Rangel Frías. Alfredo Gracia puso en el féretro una bolsita de tierra de España, que él guardaba desde 1939. El gran Garfias descansa en el cementerio de El Carmen, donde yo, personalmente, lo visité el 9 de agosto de 1992, cuando en Barcelona se clausuraban los Juegos Olímpicos. Su tumba está cerca del mausoleo de Arturo B. de La Garza. Su epitafio contiene dos versos del poeta: “La soledad que uno busca / no se llama soledad”. Hombres y mujeres del trabajo y de la cultura perdidos para España… ¡Lo que el franquismo se llevó!