Si no tienes miedo a la poesía, al arte, no la respetarás, ni la admirarás, ni la amarás. Al menos como lo hicieron Béla Bartók, Sándor Veress o György Ligeti. Tres húngaros, tres maestros de la música que nos dejaron un atril repleto de grandezas, unas peculiaridades propias de ellos que se fundamentan en la más alta expresión del arte. De Bartók (1881-1945) nos quedamos con todo, pero tal vez su sistema compositivo, su proporción áurea sea sublime: acordes, escalas, intervalos. Nos interesa mucho su concepción de las estructuras musicales.

De Sándor Veress (1907-1992) también admiramos su obra. Tal vez nos atraigan mucho sus estudios sobre la música folclórica húngara. Bajó para encontrar las raíces, los orígenes, la esencia, pero sin abandonar nunca el rigor y las fuentes de conocimiento. Ligeti (1923-2006) ha estado muy presente en la actualidad. El director Stanley Kubrick usó sus obras como parte de las bandas sonoras de algunas de sus películas: 2001: una odisea en el espacio, El resplandor o Eyes Wide Shut.

Tal vez manifestemos la pasión, nuestra pasión. Porque en realidad sin música no hay poesía. Sin música no hay arte y sin arte acabamos embrutecidos. Por ello, la música se convierte en uno de los tratamientos para modificar los estados de ánimo y hasta el comportamiento, para hacernos mejores personas. La música está relacionada con el bien, con la belleza, con la bondad. Busquemos lo bello y lo bueno, que en definitiva es buscar el arte.

Tenemos que encontrar nuestras propias habilidades para incorporar el sentido del ritmo en nuestras vidas, y hasta el sentido de la audición. Fue Nietzsche quien escribió una vez que «sin música la vida sería un error». Un error de bulto. Cada uno tendrá sus pasiones musicales, todas son válidas, todas son arte.