Dibujar con la voz el misterio y la poesía de las cosas sutiles, aparentemente simples, en una conversación de hilo común es algo que muy pocos logran conseguir y suele alcanzarlo solo algún privilegiado, como es el caso del poeta Antonio Gala, que lo hace a menudo, con naturalidad, mostrándonos así la verdadera dimensión de un escritor insólito y genuino para el que no existe nunca ni un obstáculo a la hora de hablar usando las palabras de una manera cálida y genuina, como si las estrenase de repente por primera vez, adelantándose a la génesis del espacio habitable de nuestro hermoso idioma, creando un lenguaje novísimo en su esencia, un lenguaje asistido por una luz de asombro. Sus frases, cosidas por minúsculos silencios, despiden siempre un grato resplandor. Hablar derramando poesía cristalina, esencialidad lumínica, no es fácil. Y, sin embargo, Gala lo consigue: en su palabra encendida hay bosques de oro, diamantinos jilgueros, ingrávidos neblíes componiendo un hermoso templo sensorial que nos acoge en su armónico misterio, abriendo nuevas ventanas en nuestro espíritu, oquedades abiertas a una blanda eternidad, una eternidad próxima y terrena. Ningún escritor ha logrado ese milagro, pero él lo consigue de un modo elegantísimo, con naturalidad y sin afectación, como si en su palabra hirviese un manantial de húmedas emociones e ideas sutiles, ágiles como líricas gacelas, que saltan gozosas en nuestro corazón cubriéndonos el alma de delicadeza. Antonio Gala, poeta de lo azul, es un prestidigitador de la oratoria, un tierno alquimista de la palabra en vuelo. Él edifica un espacio paralelo de belleza y poesía, de sutil delicadeza, cuando al hablar, frente a su interlocutor, va urdiendo oraciones y frases insólitas, novísimas, embutiendo el lenguaje en un vestido esbelto e inédito que emociona y subyuga a quienes lo escuchamos por el emotivo lirismo que desprende.

La primera vez que le oí hablar en televisión, Antonio Gala era un escritor muy joven, reconocido ya por su poesía y algunas obras teatrales memorables, y yo un melancólico y vago adolescente, ensimismado en mil sueños con acné, empeñado en trazar versos evanescentes que iba almacenando en un lánguido cuaderno. Por aquellos días no había escuchado aún la voz cálida y viva de un poeta de renombre, pues solo leía a los poetas muertos (Machado, Neruda, Lorca, Juan Ramón), aunque sí había oído hablar ya de Antonio Gala en más de un periódico de ámbito nacional y en el de nuestra ciudad, Diario CÓRDOBA. Pero verlo en televisión y oír su voz cuajada de ideas líquidas y crujientes produjo en mi alma al instante, gratamente, una fulguración insoslayable, como si un vuelo sutil de golondrinas inundaran de golpe con olas de antracita el páramo horizontal de mis entrañas abriéndome a un mundo absolutamente nuevo de cuya puerta solo él tenía la llave. Había algo sutil que impregnaba de ternura y delicadeza todo lo que hablaba. Yo era en esos momentos un adolescente tímido que tenía un gran vacío dentro de su pecho y oír de repente la voz de Antonio Gala fue para mí un milagro edificante. En aquella ocasión, como luego en muchas otras, el inmarcesible poeta cordobés habló con fluidez de aspectos interesantes relacionados con la literatura que, aunque de entrada, dejaron en mi alma huella, con el paso del tiempo irían deshilachándose en el tapiz sin luz de mi interior, quedando, no obstante, flotando entre mis sienes una de las frases hermosísimas que hiló y hoy, lo mismo que entonces, encuentro lapidaria: «La misión de cualquier escritor es testificar -sentenció el gran poeta con naturalidad-. La vida es una lucha que el escritor debe presenciar y contar luego».

EL GRAN ORADOR

Después de aquella entrevista prodigiosa, en la cual percibí una amable epifanía, empecé a convertirme en un fan de Antonio Gala, el mejor orador de este país con diferencia, pues su palabra encendida nunca quema, sino que abriga y protege de la escarcha y los ventarrones gélidos, brumosos, que nos rodean en la vida cotidiana. Escucharle decir ante Jesús Quintero que, después del enamoramiento, en una pareja viene la siguiente fase «la subida a la casa común, que es el verdadero amor, el estado de amor, que es como un cuarto de estar donde ya la voluntad interviene de una manera decidida y libre, y se produce la convivencia», y luego añadir: «hay que darle a cada día su propio afán, pero también su propia sonrisa, su propio gozo, su propio color, su propio aroma», es algo, de entrada, que emociona a quien lo oye e incluso conmueve por su veracidad. Lo mismo que cuando explica muy sereno, en un tono de voz donde hierve una luz malva como de nubes lejanas y vespertinas, que la Fundación Gala es, a la vez, su única heredera y la única madre de sus hijos, lo que acaba siendo como él dice «una declaración permanente de amor». En una ocasión, hablando con el escritor y memorable poeta Félix Grande, éste me comentaba que Antonio Gala, además de otras virtudes, tiene una mente muy rica, prodigiosa, un cerebro poblado de mágicas redes neuronales que a diario se interconectan unas con otras de una forma extraordinariamente vívida, abriendo con ello insólitos caminos en los que confluyen, de una manera armónica, la sabiduría, el amor, lo sensitivo. Me pareció un modo brutal de describir con respeto y ternura, a un autor cordobés que ha tocado con acierto y especial brillantez todos los géneros literarios, aunque es, ante todo, poeta, pues su obra abundante y diversa está imantada en su raíz por un lirismo sobrecogedor, absolutamente genuino, singular, que emociona y seduce desde el primer momento en que uno se adentra en cualquiera de sus libros, tanto sean de ensayo, teatro o narrativa. Antonio Gala es un poeta nato; pero, encima de esto, es un magnífico orador. Nadie como él sabe percibir la luz que existe en las sombras que habitan la palabra y extraerla despacio, con naturalidad, de las cavernas umbrías del silencio para ofrecérnosla absolutamente límpida a quienes sentimos la luz de sus palabras agradeciendo el temblor de su lenguaje, enhebrado a menudo por metáforas increíbles e imágenes de una pureza casi angélica. Hay muchos poetas que saben de poesía y la escriben con gozo, fijándola a unos versos, o a unas cuantas líneas en prosa, pero hay pocos que sepan abrirla y tenderla sobre el aire, desbrozada de sombras y torvos prosaísmos, para que ésta destelle entre quienes degustamos el sabor de lo inédito, lo mágico y rotundo, lo que es inefable y horada el corazón como una hermosa y lenta atardecida. La palabra encendida del poeta Antonio Gala es, de alguna manera, ese grano de mostaza que se abre y expande en los rincones más secretos de nuestro interior fructificando siempre, convirtiéndose en árbol dulce y maternal que despliega sus ramas dándonos cobijo, serena acogida bajo su sombra cálida. Una de sus frases más estremecedoras, por la profunda pureza que contiene, es la que nos dice: «Escribir es una forma, la más humilde y torpe, de hablar»; pero podríamos citar decenas de ellas, algunas de una belleza memorable por lo que contienen y, también, por su envoltorio. Entre todas sus frases mágicas y certeras yo resaltaría las siguientes: «Al poder le ocurre como al nogal, no deja crecer nada bajo su sombra», impregnada, a la vez, de un cálido aroma natural y de un fuerte contenido ético, moral, pues, a través de una inspiradísima metáfora, dibuja con extraordinaria precisión una realidad palpable y objetiva, y en la misma línea destaca esta otra de rabiosa actualidad, «los políticos honrados se quitan de en medio cuando cae sobre ellos la sospecha», y, por último, ésta de fondo amargo, umbrío: «Ser viejo es ser vencido por la amarga sospecha de no importarle a nadie». Es solo una muestra de la enorme habilidad que Antonio Gala posee para expresar con su palabra poética encendida la realidad boscosa de este mundo iluminando lo torvo y lo sombrío, endulzando incluso el sentido de la muerte, la definitiva y última metáfora que entre sus labios resulta acogedora.