Me resultan fascinantes los escritos de Louis Massignon sobre la palabra humana como testimonio. Dice el arabista francés: «La palabra humana está hecha para comunicar y hacer partícipe, no de los ecos de ruidos confusos, sino de las llamadas que despiertan, persuaden y arrebatan». Y Massignon me recordó ese «A imitación de prólogo» que escribió Luis Rosales como frontal a La casa encendida.

La sinceridad del poeta granadino era sublime, utilizaba la palabra como ese testimonio, como equilibrio de esperanza, como memoria de la propia vida. Es la «unidad de vida personal» que decía Rosales.

No hay mejor maestro que el cultivo de la palabra, de la palabra auténtica, aquella que es capaz de acercarnos a nosotros mismos y, a su vez, a ese yo en nosotros, en todos y cada uno de los interlocutores ausentes y presentes. Y esa palabra, si es poesía, consigue arrebatarnos y entregarnos a la vez todo aquello que falta, cuanto necesitamos.

El contenido del corazón de Rosales es un ejemplo claro de lo que decimos. Su lectura nos evoca, sus palabras nos llegan, pero lo que realmente nos sacude es la verdad que contienen, esa sinceridad manifestada en la propia humildad de los grandes, en esa «ceniza» que decía Rosales.

Por más que vivamos en una sociedad evolucionada, y que prosigue su camino a pasos agigantados, hay que dejar espacio a la palabra, debe ser la protagonista de nuestra comunicación, la compañera permanente, debe ser la verdad y la humildad constantes.

Finalizamos con estas palabras, desde luego sublimes, de Massignon durante una conferencia que impartió en la ciudad de El Cairo: «En sentido pleno, la palabra es un salmo, una plegaria arrancada fuera de nosotros mismos. Y como mínimo, una palabra es una demanda de explicación complementaria, no un simple consentimiento».