‘El silo.

Una sinfonía pastoral’. Autor: John Kinsella. Editorial: La Garúa. Santa Coloma de Gramenet, 2019.

Cuando el australiano John Kinsella publicó en 1995 The Silo. A pastoral symphony, se granjeó los elogios de la crítica internacional. Han debido transcurrir casi veinticinco años para que aterrice en español de la mano de La Garúa, gracias a la traductora norteamericana Katherine M. Hedeen y al poeta cubano Víctor Rodríguez Núñez. Un tiempo durante el cual ha ido ganando vigencia, como si la flecha que Kinsella arrojó hacia el futuro se hubiese clavado en nuestros días en el centro de la diana, pues señala algunos de los mecanismos que explican, entre otras catástrofes ambientales, los incendios que este verano han devastado buena parte de la isla.

El silo. Una sinfonía pastoral aúna en su título la fuerza evocadora de ese elemento arquitectónico protagonista del paisaje rural con el cuidado meticuloso de la musicalidad de estos poemas. No es casual la elección de un título que coincide con el de la Sinfonía número 6 de Beethoven, obra que el alemán subtituló Recuerdos de la vida campestre, y de la que, explicó, consistía «más en expresión de sentimientos que pintura de sonidos». Kinsella ha seguido este guion. El silo se articula en cinco «movimientos» y su composición obedece al recuerdo de su vida campestre en el mundo de la Australia Occidental donde se crió, un lugar que poco tiene que ver con lo bucólico y mucho con lo exuberante, salvaje e indomable de la naturaleza y unos hombres tan empecinados en someterla y, con frecuencia, aniquilarla, que en esa lucha absurda se destruyen a sí mismos.

Esos pobladores, nos cuenta, son los descendientes de los que llegaron expulsando y masacrando a los aborígenes, como refleja en «La venta del siglo»: «El sitio de este pueblo fue ‘comprado’/a los Nyoongahs/por un saco/de harina blanca/y una escopeta/ torcida»); los que desestabilizaron gravemente el ecosistema al introducir una especie invasora por diversión («He visto fotos/en una lata de galletas/que muestran a muchachos/sentados en montículos/de cadáveres de conejos», escribe).

El australiano nos presenta pinturas; cuadros de sus paisajes y retratos psicológicos en los que no persigue la fidelidad del realismo, sino la expresión de unos sentimientos corales que responden una gran pregunta: ¿quién es Kinsella? El poema «Leonardo da Vinci», organizado como un díptico, extrae la pulpa del libro: después de una primera parte en la que describe la muerte de animales y la destrucción de bosques a manos de los granjeros, afirma: «las ideas que cantan no se deben fundir con palabras si se quiere preservar la cordura. En vez, pinta cuadros y destila una verdad moral de esto».

El silo nos invita a un universo poético que parece sacado de un western violento, donde los jóvenes llenan sacos de loros que se asfixian en un maletero, los granjeros talan los eucaliptos de las márgenes de un río que acaba desbordándose, los canguros atropellados se pudren en los capós de los coches, las ovejas trasquiladas sangran sobre el paisaje y la atmósfera cargada de calor en verano pone sobre la cosecha un «extremo peligro de fuego».

Pese a todo, la voz el poeta logra emerger para reafirmarse frente a este mundo en el poema «Disparos»: «Vacío la recámara y dreno la pólvora./Rompo las miras y sello el cañón./Renuncio a la caza, a la carne a la matanza./Abrazo el azote de la mañana fría,/el vuelo del loro, el gruñido/del zorro, la utilidad del conejo». Kinsella muestra cómo lo que la insensatez destruye, el amor puede transformarlo en poesía.