Cada nuevo libro de Joaquín Pérez Azaústre (Córdoba, 1976) es un acontecimiento a celebrar por la escena literaria nacional. El autor de El gran Felton ha venido cimentando una trayectoria sólida y personal reconocida, desde el momento inicial hasta la actualidad, con premios tan prestigiosos como el Adonais, las dos categorías del Loewe o el Gil de Biedma. Poemas para ser leídos en un centro comercial (Fundación José Manuel Lara, 2017) viene acompañado -no podía ser de otro modo- de la consiguiente expectación.

Este poemario presenta, además, la particularidad de ser, en palabras del autor: «La conclusión de un viaje iniciado diez años atrás, cuando, paseando por un centro comercial, tuve la impresión de estar atravesando las ruinas de nuestra memoria». El inicio de esta odisea coincide, por tanto, con la publicación de El jersey rojo (Visor, 2006) debido a que, continúa explicándonos: «Sentí que una de sus vetas de escritura permanecía aún abierta». Y así, receptivas a la experiencia personal y literaria del autor, continuaría durante una década, en la que se ha nutrido de la comunicación con las propuestas que siguieron a El jersey rojo: Las Ollerías (Visor, 2011) o Vida y leyenda del jinete eléctrico (Visor, 2013).

Conviene destacar que, al igual que sucede en el resto de su obra, este diálogo es multidireccional y se establece, además, entre territorios que rara vez coinciden, al menos con este grado de exigencia, en un autor; es decir, la versatilidad de oficio, el haber cultivado distintos géneros literarios (novela, poesía, artículo periodístico, ensayo o relato) impregna estos Poemas para ser leídos en un centro comercial.

El resultado final, lejos de ser un artefacto caleidoscópico o un mosaico en el que cada tesela presenta su brillo de manera desigual, es el de un cuerpo vivo, un organismo que se nutre de diversos veneros, pero que avanza con una sola voz por un universo personal cuyas columnas delimitan espacios reconocibles para sus lectores: la pasión por el cine -que en este libro cobra un protagonismo absoluto- y el cómic; la inclinación por las reminiscencias grecolatinas; la mitomanía por Scott Fitzgerald o Robert Redford; la evocación del París y el Nueva York literarios de las décadas de 1920 y 1930 o el vínculo con algunos rincones de su Córdoba natal. En definitiva, como alguien ha dicho: «La imbricación del arte popular en el discurso emotivo», elementos todos ellos que lo han convertido en uno de los más destacados herederos de los novísimos, cuya propuesta estética ha renovado de manera decidida, incorporando lenguajes y enfoques actuales, entre los que tiene una presencia sobresaliente el compromiso social del escritor.

Poemas para ser leídos en un centro comercial se articula en siete apartados, la mayoría con claras alusiones al mundo del cine: «La edad de oro», «Salas abandonadas», «Cine épico», «Sesión de tarde», «Edición para coleccionistas», «Agencia de viajes» y «Liquidación por cierre». A lo largo de estos siete capítulos, Pérez Azaústre hilvana poemas generalmente largos que construye haciéndose servir de distintos formatos para modular el nervio del mensaje: poemas en verso, poemas en verso sin puntuación ni mayúscula (como ya hiciera en Vida y leyenda del jinete eléctrico) y poemas en prosa que en ocasiones se diluyen con el relato, pero que adquieren dimensión poética en el conjunto de la obra.

El paisaje de fondo, que sirve de hilo conductor, es el de las ruinas de un mundo, el del cine, que ha sucumbido a la individualización del consumo en la era de internet, tras una sucesiva oleada de desgaste y reinvenciones (donde, por cierto, los centros comerciales acabaron con las grandes salas tradicionales). Por eso, Poemas para ser leídos en un centro comercial tiene, al igual que Indiana Jones, protagonista de un poema, algo de aventura arqueológica en la que se van descubriendo los estratos de los universos sepultados y que, al mismo tiempo, forjaron al que nos habla: las salas de barrio, los cómics de la infancia, las sesiones de tarde frente al televisor... «Ya no me queda tierra, ni barrio, ni ciudad», dice en «Petrópolis», poema que abre el libro y que anuncia la muerte del hombre que ha formado parte de los mitos, personajes, atmósferas y aventuras que nos va a desvelar y con las que, inevitablemente, claudicará. A continuación, el poeta acomoda al lector (uno imagina que en impares. Fila 13. Butaca 3, del poema de García Baena) para hacerlo partícipe de su imaginario simbólico y emocional, situando el foco en la distancia de un espectador que revisita sus hitos culturales, que forman parte de nuestro imaginario colectivo y, al hacerlo, se reconstruye («Cada vez que veo esa película/la paro fotograma a fotograma,/la busco entre los extras./Hace apenas un mes creí reconocer la cara de mi madre...», pone en boca de un Billy Wilder que visiona La lista de Schindler). La implicación de la voz, con independencia de otros aspectos formales, es íntima y remite, en su tono, en su manera de ensalzar a sus mitos del celuloide (doctor Zhivago, Indiana Jones, Gilda, James Bond o Anita Eckber) a la poesía épica grecolatina: a Homero, Hesíodo o Virgilio y, al igual que ellos, busca dejar testimonio de la grandeza de un mundo que se desvanece, reconstruirlo a partir de sus cenizas. Esto adquiere un momento de especial intensidad en el capítulo «Edición para coleccionistas», compuesto por un solo y largo poema, dividido en tres partes, que lleva por título «Crepúsculo de Michael Corleone en el lago Tahore», en referencia al momento en que en El padrino, el capo, en un giro impensable para los valores del viejo mundo del hampa, decide asesinar a Fredo, su propio hermano, en venganza por una traición del pasado.

Esta observación de lo colectivo, es decir, del compromiso social y político del escritor, es uno de los logros de unos poemas en los que encontramos versos como estos de «El doctor Jones mira caer la nieve junto a la chimenea»: «Nazis, cómo los odio, porque era el mismo odio,/su herencia silenciosa,/como verdad arqueológica o moral». Otro ejemplo de esta implicación es la que aparece en «1956», en que recrea la atmósfera asfixiante y pobre de la España del franquismo, la que escribía y denunciaba en su obra Blas de Otero, y donde una de las pocas distracciones eran los cómics de El guerrero del antifaz, que «se ahogaba en su ceniza de posguerra». Pero, sin lugar a dudas, uno de los poemas más sobresalientes del libro por la confluencia de aciertos es «El Graduado». En él nos vemos conducidos por una digresión de tono narrativo, en línea con muchos otros poemas de este libro, hasta una anécdota del rodaje, que es toda una declaración de intenciones: en la última escena, sin que los protagonistas lo supieran, la cámara siguió rodando más allá del beso que iba a poner punto y final a la película. Pérez Azaústre afirma: «La vida entera dentro del rodaje, con su incertidumbre y su inseguridad, haciéndonos saber que también la victoria final tiene sus grietas». Y concluye dando un giro hacia el trasfondo político que se gestaba en el año de rodaje de la película, para cerrar con una mirada a la actualidad en los versos: «Cuarenta años después otra juventud ocuparía la calle y gritaría que aquella revolución había nacido muerta».

En Poemas para ser leídos en un centro comercial, Joaquín Pérez Azaústre, al igual que el protagonista de El viaje a ninguna parte, es plenamente consciente de que memoria y ficción se entrelazan y que los fotogramas no mienten, son imágenes fijas a las que podemos acudir para encontrarnos, para no olvidar qué fuimos y qué somos, como individuos y como colectivo, con la absoluta certeza de que, si un día su mundo muere, también nosotros formaremos parte de las ruinas.

‘Poemas para ser leídos en un centro comercial’. Autor:Joaquín Pérez Azaústre. Editorial: Fundación José Manuel Lara. Sevilla, 2017