Si tuviéramos que clasificar la obra Señora con perro en algún subgénero de la narrativa, la novela negra sería probablemente el anaquel más propicio para encuadrarla, aunque no responda con exactitud a las características privativas del género y esto le otorga cierta dosis de frescura y originalidad. Raymond Chandler, en su ensayo El simple arte de matar (1950), definió la novela negra, en inglés hard-boiled, como la novela del mundo profesional del crimen, aunque ciertamente interesa más la psicología del personaje femenino que la ambientación de la sociedad donde su vida disipada y delictiva se desarrolla. Tampoco incide, y esta es otra clara diferencia, en describir ambientes oscuros, sino muy al contrario se mueve en el mundo de la empresa, el deporte y el arte donde el poder y el dinero juegan un papel relevante, aunque tampoco sean estos los temas cardinales.

Señora con perro responde, como digo, a determinadas claves de la novela negra: así comprobamos que la resolución del misterio no es el objetivo principal y la división de los agonistas entre buenos y malos se difumina, presentando personajes más o menos comunes que giran en torno al arbitrio de Ticia, la femme fatale, insensible, promiscua, narcotraficante y asesina, que no duda en utilizar a todo el mundo sin mostrar verdadero afecto por nadie.

El lenguaje, naturalista y directo, no abunda en florituras retóricas, lo que no obvia un minucioso uso de los vocablos, aderezado por expresiones crudas y palabras de la jerga callejera en la voz de unos personajes pertenecientes a una clase social si no refinada al menos con ambición y posibles. Los vocablos propios del argot de la gente en las relaciones cotidianas aparecen intercalados en los diálogos y en la narración con absoluta normalidad, por más procaces o duros que nos parezcan. El autor deja hablar a los personajes para explicarnos su psicología sin necesidad de atosigarnos con largas descripciones. El personaje se presenta a sí mismo dejándonos penetrar en su universo. En los diálogos, cada hombre o mujer se muestra tal como debe ser, tal como le imponga el personaje al que representa pero sin olvidar que aporta algo o mucho de su propia personalidad y del mundo en que vive.

Es claro que Rafael Mir es un hombre de su tiempo, informado por una parte y autónomo por otra para manifestarse sin falso pudor, eufemismos o ambages literarios. Son muchos los ejemplos a lo largo del texto en los que se muestra la libertad expresiva tanto en lenguaje como en pensamiento.

La materia léxica ciertamente no es un hándicap para nuestro autor, sino muy al contrario la manera perfecta para explicar con exactitud una época, la nuestra, que se ha saltado todas las convenciones y, superando el naturalismo más escabroso, accede a los ojos y el intelecto del lector provisto de todos los pertrechos propios de un hombre de esta era, ni mejor ni peor, solo distinto, más independiente y, en muchos casos, descreído e insurrecto.

Los hechos que relata Mir Jordano no son privativos de ningún tiempo histórico pero sí el lenguaje que se adapta a las circunstancias impuestas por el orden estipulado, un orden que a veces escapa a los próceres y los gobernantes, quizás porque, en su momento, prestaron oídos sordos para atemperarlo o contenerlo.

Señora con perro -título, por cierto, bastante picassiano- responde a una historia singular de encuentros y desencuentros que tiene como capital protagonista a Ticia, una peligrosa mujer araña que atrapa y desecha, una vez desencarnados, a los personajes que orbitan en torno a su poderosa presencia: su malhadado amante Fernando, alias El Alemán, un prestigioso deportista abocado a la destrucción; la seducida bibliotecaria Isabel de Haro, vértice de un fatal triángulo amoroso; el señor Fulhrott, solo presunto padre de Ticia, engolfado en la guerra de sexos; o Rudolf, el hombre de confianza de la impenitente seductora a la que detestaba en silencio.

Rafael Mir utiliza para su narración la técnica literaria de ordenación inversa, lo que llamamos en crítica in extrema res, el relato que comienza a contarse por el final, uno de cuyos ejemplos más notables es la Crónica de una muerte anunciada de Gabriel García Márquez. Porque no es cuestión de desvelarles la trama de la obra, puedo asegurarles que Mir introduce elementos nuevos en este modo de inicio donde el desenlace aparece difuminado, dejando que el lector vaya adentrándose en la estructura del relato hasta comprender con claridad cómo se vincula en este proceso circular toda la trama narrativa. A veces, Mir Jordano mezcla la técnica denominada in media res, que permite dar saltos en la sucesión de los hechos, creando una atmósfera intrigante que ya podíamos apreciar en la Ilíada de Homero.

El texto se compone de cuarenta capítulo, todos muy breves, buscando la intensidad, manteniendo la atracción y el interés continuado; sin embargo, el último, mucho más extenso, constituye en sí mismo un relato aislado. Podría decirse que la novela hubiera sido posible sin él, manteniendo hasta su culminación la fatigosa duda sobre el necesario final de una persona malévola que sigue destruyendo a su antojo todo lo que la rodea. Pero no. Mir Jordano quiere rematar la faena llevándonos por el más cínicamente tierno de los desenlaces, aunque no por ello menos doloroso, clausurando la vida de Ticia casi con piedad franciscana, en un relato que, por el contrario, bien podría haber sido el origen de la novela y que, en sí mismo, encierra toda una filosofía capital sobre la existencia humana; una enigmática reflexión acerca del poder de la preterida maldad frente a los friables dones de la bondad pregonada.

Pero Mir no es un escritor moralista ni tampoco le preocupa no serlo. Como abogado y escritor al mismo tiempo, su palabra sentenciosa no deja término a duda: «Hace ya mucho tiempo que decidí no enjuiciar las leyes. Me aplico a entenderlas y a utilizarlas en beneficio de mis clientes...» (p. 165). Por contra analiza el mundo con un claro sesgo de ironía más que de humor, aunque tampoco falta esta atmósfera etérea que se adensa en algunos episodios como cuando se narra el deseo inflexible de legar su herencia a los perros, hasta seis, todos con el mismo nombre de Luzbel, muy ajustado a la personalidad de la dueña, afán que no consigue porque son terminantes las razones del abogado que explica con coherencia profesional -como no podía ser de otro modo- las razones de su argumentación: «Nadie pone en duda que los animales no pueden ser sujeto de derechos, y es así en todos los ordenamientos jurídicos. Si no pueden ser sujetos de derechos, no pueden tener, no lo tienen, el derecho a heredar, ni por ley ni por testamento» (p. 165).

Aunque no pueda hablarse de relato comprometido tal como pudiera interpretarlo Sartre, lo cierto es que las cosas son simplemente como son, ni más ni menos profundas. Será el sujeto el que imponga su criterio desde el más cotidiano realismo hasta la simbología más abstrusa porque el autor, con sentido ético, renuncia a introducir en el discurso consideraciones personales para que sea el lector quien interprete con más o menos acierto la moralidad de lo escrito. Pero tampoco es un mero divertimento porque, bajo la fórmula bestselleriana de la novela que liga misterio y sexo, se esconden emociones fieramente humanas, seres capaces de conturbar y conmover, una radiografía del imaginario colectivo que nuestro mundo construye advirtiéndonos de que puede conducirnos a la destrucción.

‘Señora con perro’. Autor: Rafael Mir Jordano. Editorial: Hipocampo.

Córdoba, 2016