El patio barroco de la Diputación resplandecía con las pinturas de Ana Ortiz. Manzanas, uvas, cerezas, granadas. Frutas como gemas, como joyas. Frutas en racimos, en pequeñas pirámides, escalonadas. Bodegones compuestos de la materia del color del vino, de la lentitud de las tardes profundas del otoño. Debajo y tras las formas untuosas y esféricas, la profundidad de los planos geométricos, sombreados y oscuros, donde a veces sobrevuela el magisterio de la gran Julia Hidalgo. Los últimos cuadros de Ana son creaciones de madurez, de una madurez que se recrea en la belleza de las formas. La elegancia que siempre caracterizó a la pintora se hace ahora carnal en los claroscuros de su obra, que avanza hacia la insistencia del mundo, de los pequeños mundos que ofrece la naturaleza a quien sabe mirarla. Oros, violeta, granate, paja. Culminación gozosa de una etapa para quien no conoció la prisa.

En la luz el único argumento y su andadura.