Los espacios físicos y los viajes siempre han tenido un atractivo especial para los escritores. Es mucho lo que la literatura contemporánea debe a las crónicas de viaje y al escritor viajero: Cervantes y Don Quijote, Julio Verne, Los viajes de Gulliver o los miembros de la Generación Beat. Así ocurre con Un solar abandonado, de Mohamed El Morabet, donde el mundo escénico se desarrolla a lo largo del viaje que va desde Madrid (la ciudad de acogida del protagonista) hasta Alhucemas (ciudad donde reside su familia) y, en paralelo, en una Dekka de Rabat.

A El Morabet lo que le interesa es narrar, imaginar o soñar: crear su propio universo a partir de elementos o fragmentos de una realidad conocida y que reutiliza para elaborar y componer su mundo imaginario, el mundo de la oralidad, de los cuentos fantásticos que perviven en el Rif o en otras zonas del Magreb. El viaje, tras ocho años de ausencia de los lugares de la infancia no es más que el leitmotiv que desencadena el relato: el lobo imaginario del chico de Nabokov. El trayecto que realiza el protagonista, Ismael Ata o Atta, es la estrella polar de la narración, como lo fueron Tánger, el Estrecho de Gibraltar o La Mancha, para aquellos otros escritores/viajeros.

Un solar abandonado se transustancia durante la travesía en el territorio caliginoso de la infancia, en aquel lugar donde se niega sucumbir la finca abandonada que existía frente a la casa de la abuela. Una parcela que fue espacio mítico, pequeña Arcadia que resistía con un letrero en la pared: «Prohibido orinar». Es un emplazamiento que, tras el regreso, ha desaparecido, igual que la abuela Ammas, igual que su pasado: «Miré inesperadamente hacia el solar. Estaba distinto. Lo estaban construyendo desde hacía tiempo .../... Todos los mundos de mi niñez se detuvieron y, el niño que fui, me estaba dando la espalda».

En ese firmamento, Ammas, es un ómfalos y la piedra angular. Una mujer que, a pesar de su analfabetismo, le había inculcado el amor por los libros y las historias: «No sabía leer ni escribir. Y amaba aquellos libros .../... Me pasé horas y horas mirándolos con ella». Ammas había conservado dos misteriosos libros durante años, un tesoro que ha dejado, tras su muerte, al nieto: «Mi abuela Ammas, me había legado una búsqueda a través de su poemario. Intuí que me confiaba una libertad. Quizás, la que ella siempre tuvo y yo nunca aprecié».

«La abuela Ammas ha muerto», es el escueto mensaje que Ismael recibe una mañana en su teléfono móvil, de su hermana Muna y que desencadena los acontecimientos para transmutar, junto a Laia, compañera de viaje, el simple trayecto en odisea legendaria, en una mirada al pasado, a la infancia, al origen: «Estoy buscando algo de mi verdad .../... sin mi abuela soy un espejismo».

Junto a la crónica del itinerario, en la novela acontece otro relato paralelo. En Rabat, cerca del Museo de Arte Contemporáneo, el capitán Baha convocaba una especie logia que intentaba, en torno al intercambio de historias, fundar un espacio de libertad. Ahí, los congregados van relatando fantásticos e imaginarios cuentos que convierten a Un solar abandonado en una novela fragmentada o novela matrioshka, donde se abren y cierran sucesivos portillos y ventanas, por donde entran y salen evocaciones o pasajes, surcos y rastros junto a las volutas del humo del kif, mientras la llamada a la oración del viernes pasa inadvertida a los participantes.

El Morabet ha pretendido, fundamentalmente, contar, relatar, narrar; es decir, hacer literatura, y desde ella hablar de la contradicción que todos llevamos dentro. «Posó la fuerza de su amor aventurero sobre mis hombros imaginarios, rozó suavemente la piel de mis obsesiones y esparció las cenizas de mi pereza a lo ancho del inagotable universo de las palabras», dirá Ismael. «Entonces, decidí hacer su viaje (responderá el autor de la novela), vivirlo como él quiso, vivirlo a la inversa como él dispuso. Vivir el viaje, ese fue su mandato».

Un extraordinario texto que ha estado aguardando, como en la cubeta, el líquido de revelar el estremecimiento y que, ahora, regresa mágico, legendario, luminoso, proverbial, para instalarnos, desde la reflexión, frente al reconocimiento de la propia identidad. Ahí, está escondido el ensueño, la fantasía, la desbordante imaginación de Mohamed El Morabet que se presenta como un portentoso y proteico escritor que demuestra con esta, su primera novela, una capacidad y una brillantez inusual en estos tiempos.