‘Zambullidas’. Autor: Yolanda Izard. Colección Espuela de Plata. Editorial: Renacimiento. Sevilla, 2018.

Uno siempre ha buscado en cualquier libro de prosa, relato o novela, un pellizco de poesía, el instantáneo fulgor de una emoción absolutamente inesperada e insólita que eleve de pronto el texto narrativo y lo sublimice inundándolo de hechizo, de un temblor diamantino difícil de expresar. Lo importante, al final, no reside normalmente en el argumento de una narración, sino en cómo es tratada a nivel formal y estético. Hay muchos relatos con un fondo interesante y un mensaje impecable que, al final, resultan flojos, fallidos no en su arquitectura argumental sino, más bien, en su desaliño estético, en la falta de esmero estilístico en su construcción. Los mejores cuentistas, como es la autora de este libro, Yolanda Izard (narradora y poeta con varios premios en su poder), saben abrir en el cuerpo de un relato veredas hermosas por las que el lector transita disfrutando a cada momento de un paisaje muy bien diseñado en el fondo y en la forma. Los relatos de Zambullidas son disparos lumínicos y breves a la conciencia del lector que se atreve a pasar, o pasear sin prisa alguna, por una feliz galería narrativa donde abundan seres oníricos y románticos, personajes de cuento infantil, hadas y espectros, pájaros con el pecho cristalino, caperucitas anárquicas y sedosas «con cuatro capas rojas escondidas en lo más oscuro del bosque para que le iluminen el camino (Pág. 37); pasajes como éste aparecen con frecuencia a lo largo de este volumen narrativo. Zambullidas es un libro fantástico, bien hecho, lleno de relatos hermosos e inverosímiles que invitan a la reflexión y a la emoción. Así, lo fantástico, lo ilógico e inefable, lo delicado y sutil, van conjugando un puñado de cuentos absolutamente prodigiosos, pulidos por un poético buril que ensancha los límites de la imaginación y funde en un cálido magma narrativo emociones e ideas contradictorias en apariencia, que, no obstante, a través de un lenguaje impresionista, de pulsión surrealista, Yolanda Izard canaliza con acierto y desenvoltura formidable consiguiendo hilar un tapiz caleidoscópico verdaderamente ameno y seductor.

GRAN PLASTICIDAD

Las palabras son líquidas, fluyen prodigiosas como burbujas veloces, sensitivas, componiendo historias de una gran plasticidad y de una belleza cálida, envolvente. Los relatos son breves arroyos diamantinos donde las palabras aletean como truchas bajo el manotazo del sol de media tarde: «Cuando mi hermano mayor me llevó a la laguna, ya no quedaba nadie. Solo el rizo del viento sobre el agua y un murmullo lejano de cucos en la alameda» (Pág. 125). Este breve fragmento del cuento titulado «La laguna» viene a dar una imagen del bello estilo literario que la autora utiliza en la construcción inspiradísima de un manojo de piezas en las que reverberan -como ha quedado dicho- la melancolía, el misterio, el hechizo y la poesía. La autora dibuja y escribe las historias de este libro con la precisión de un feliz miniaturista que va tallando sonidos y palabras, emociones y silencios, ideas luminosas, dentro de unos cuentos pequeños, cortos, breves, donde destella un lenguaje prodigioso, tintado por un temblor irracional que, no obstante, aquilata a un nivel puro y formal lo que, en apariencia, puede parecer frágil, levemente raído, o deslavazado.

En el volumen hay piezas muy sobresalientes por su belleza genuina e inusual. No es fácil hallar libros de prosa que destaquen no ya por su fuerza narrativa, que también, sino más bien por su tono iridiscente y su capacidad de conmovernos usando el temblor de lo mágico y poético: «Sintió que en su corazón se lamentaban las tejas, que la voz de su hermana atrayéndolo provenía del retumbar de una cuerda contra el suelo, movida por el viento sombrío» (Pág. 66), fragmento correspondiente al cuento titulado «En el granero», que nos da una imagen de lo antes referido. En este intenso volumen de relatos, Yolanda Izard ha sabido utilizar con muchísimo acierto, y un evidente tacto, palabras y vocablos enraizados en la Naturaleza (álamos, viento, granero, abubillas, avellano, oropéndolas, etc...), creando una atmósfera bucólica y campestre. Usando con tino líquidas palabras la autora dibuja un mundo prodigioso, cimentado en la luz de los cuentos infantiles, en la reverberación de la niñez.