Al igual que para Georges Didi-Huberman existen las luciérnagas de la juventud, para nosotros y para todos los lectores, existen las auroras de la juventud, utilizando el término «aurora» de María Zambrano. Se trata en definitiva de buscar la luz, el nacimiento de la claridad cada mañana en un texto que pueda y sea capaz de reconciliarnos con nosotros, con nuestros deseos, con nuestros ímpetus, con nuestras necesidades.

Preguntaba Sócrates en el diálogo platónico Filebo: «¿En qué consiste, Protarco, que haya temores verdaderos y temores falsos, esperanzas verdaderas y esperanzas falsas, opiniones verdaderas y opiniones falsas?» Y Protarco responde brevemente sin dar la respuesta acertada.

Es entonces cuando Sócrates, manifestando su sabiduría, indica: «Porque debemos renunciar absolutamente a todos los rodeos y discusiones que nos separen de nuestro objeto».

Todo aquello que nos aparte de nuestra claridad, de nuestra luz, debe ser rechazado. Y debemos acostumbrarnos a realizarlo en nuestra juventud, para así, llegar a la madurez convencidos de la realidad de la propia esencia. Las lecturas deben ser y son nuestro alimento, pero hay que saber elegir esas lecturas. Podemos encontrar esta claridad en Spinoza, o en el Fausto de Goethe. Solo así llegaremos a la sabiduría, la «rectae mentis propositum».

Y hoy Landino nos hace terminar: «È adunque poesia non dirò una dell’arti degl’antichi chiamate liberali, ma la quale tutte quelle in sé comprehendendo...». «Nec spe nec metu», sin esperanza y sin miedo, sin interés y sin recelo.

Tomemos nuestro libro, nunca el que nos indiquen, el canon lo fabricamos nosotros. Y sumerjámonos en su lectura, en la atenta lectura del descubrimiento. Y si es de un clásico, mucho mejor. Los clásicos no entendían del canon cuando escribían o leían.