La pandemia nos ha arrebatado a algunos de nuestros seres más queridos obligándonos a reflexionar sobre la fragilidad que se cierne a nuestro alrededor por creernos poderosos herederos y dueños de la Tierra. Pero también nos induce a pensar sobre la liviandad de nuestras vidas, la indolencia que habitamos, los desafueros cometidos contra la bondad y la belleza que finalmente nos reclaman impagables facturas. Y, sobre todo, nos advierte de cómo descuidamos a quienes nos rodean y de lo poco o nada que aportamos para que este mundo sea más afable y vivible. Si Manuel Lara Cantizani, el amigo que se nos fue -por otra causa no menos violenta- en la flor de la edad, en la solidez de su proyecto, en la fértil madurez de la existencia, hubiera seguido respirando, su palabra y sus obras escanciarían ahora un vino dulce capaz de embriagarnos de entusiasmo y esperanza, porque en él se reunían los dones más amables, los carismas mejores, todo lo que nos conduce a querer y admirar a quien ya es un hombre irrepetible.