‘La lengua rota’. Autor: Raúl Quinto. Editorial: La Bella Varsovia. Madrid, 2020.

Innegable es reconocer cómo Raúl Quinto recupera en La lengua rota lo que ya iniciaron en su día los poetas ultraístas al introducir vocablos no propios del lenguaje poético, invocando la poeticidad de los términos científicos, contrapunto inequívoco a la excesiva idealización modernista, según ellos, recargada de adorno y sin sustancia: «Composición matérica/de la sombra; análisis:/zooplancton, algas extinguidas/hace miles de siglos,/oscuridad tectónica y anoxia». Siguiendo los esquemas programáticos del fragmentarismo, secuela o réplica de la poesía del silencio, Quinto intenta reconstruir una realidad rota sobre las grietas de la destrucción utilizando los elementos imprescindibles para alcanzar una comunicación total que se diluye en su estricta contención. Esta sensación de inconsistencia no la atenúa «el formato tipográfico de una página en prosa», como diría Tua Blesa. El autor, poseedor de una cognición previa, exige al lector idéntico nivel de conocimiento porque aspira a decir no diciendo, reinventando el mensaje a fuerza de constreñirlo, con la intención, inicialmente plausible, de reducir el lenguaje a su expresión mínima, pero obligando a un esfuerzo de intelección con el fin de alcanzar a comprender lo que no se dice de lo que se pretende decir. Quinto recorre con sentido unitario sucesos ominosos de nuestra historia contemporánea, individuales y colectivos, mostrando a modo de flashes los desmanes del poder que no permite elevar la voz a los disidentes e incluso la conculca con absoluta impunidad. El apartado final «Los nombres», como necesario colofón, ofrece una oportuna explicación historicista que, solo con un poderoso esfuerzo de imaginación, nos remite a la identificación conceptual con el poema. El pasaje del historiador Diógenes Laercio, en sus Vidas de filósofos ilustres, acerca de Zenón de Elea, el pensador griego que prefirió arrancarse la lengua antes de servir a la causa de un tirano, sirve como guion argumental a un texto que recurre más al artificio retórico, valioso en su justa medida, que a la emoción, valor en declive aunque condición apremiante del poema. Fondo y forma deben servir a la misma causa. Toda desfocalización discursiva provoca, o puede provocar, una disrupción entre lo que leemos y lo que se nos pretende transmitir. No abogo por la palmaria identidad entre idea y palabra, nada más lejos de mi interés que supondría una reducción trivial del poder connotativo del poema, pero lo cierto es que determinadas maneras de expresión quebrantan fatalmente, aunque ese sea su sesgo, el valor emocional y trascendental de la poesía. El aforismo, con todo su potencial nomológico, no me ha parecido nunca especialmente afín al género poético, lo que no significa que bien acoplado pueda ser un elemento de extraordinaria efectividad: «Una fotografía del paisaje/tras la ventana ocupa/milimétricamente la ventana./Y eso es cuanto sabemos/de lo que somos».