Juana Vázquez es una mujer que ha cultivado la poesía, la narrativa, el ensayo y la crítica. No solo es escritora, sino que ha dedicado gran parte de su vida a la enseñanza. Es catedrática de Literatura y es doctora en Filología y licenciada en Periodismo, doble faceta que le ha llevado a crear libros de investigación sobre el siglo XVIII en España, como El Madrid cotidiano del siglo XVIII.

-¿Cómo empezó su interés por el siglo XVIII?

-Es un siglo muy importante, puesto que es el siglo de la Ilustración, el siglo de la luz y la razón. En España, además, marca un hito en su historia, pues termina una etapa en la monarquía, la de los Austrias, y se inicia la de los Borbones, lo que supuso grandes cambios en todos los aspectos, económicos, ideológicos, culturales, políticos, científicos, literarios, etc. Pero, principalmente, se produjo un cambio social a nivel de costumbres que no había sido estudiado ni recogido por los estudiosos de la historia de los grandes hechos, a los que no les interesa la historia con minúsculas o intrahistoria. Podríamos decir que la sociedad civil en sus estadios superiores, sobre todo, deja atrás la austeridad de los Austrias, el oscurantismo y se da cuenta de que no sólo existe la vida del más allá sino la terrenal y que hay que disfrutarla. Y este libro recoge en esencia esa parte, casi olvidada por los historiadores.

-¿Considera que el siglo XVIII, con sus grandes avances, es el comienzo de la sociedad moderna?

-Totalmente y en todos los aspectos, desde el social hasta el científico, pasando por el religioso, cultural, político, económico, etc. La ciudadanía, sobre todo la de élite, se dio cuenta de que tenía un cuerpo que había que cuidar y hermosear. Que había que disfrutar aquí y ahora y, por eso, las mujeres, principalmente, se liberan de sus hábitos de invisibilidad que las mantenía en el estrado hilando, bordando o de charla con algunas amigas, para salir de él a la calle sin el acompañamiento de una «dueña» y, por otro lado, convertir el lugar en un salón a la moda, donde entraban libremente los petimetre (pijos) para charlar y cotillear de todo, incluso para flirtear con las madamas.

-¿Qué papel tuvo la Iglesia en esa sociedad?

-Seguía teniendo casi el mismo poder que con los Austrias, pero al avanzar el siglo, concretamente con el reinado de Carlos III, decae, pues este monarca expulsa a los jesuitas, ya que practica el jansenismo, un movimiento religioso con el que no se llevaba bien la Iglesia. Por otra parte, y en la sociedad de élite, eso del padre espiritual se queda anticuado. Y cuando los sacerdotes desde los púlpitos «bramaban» contra las modas «lujuriosas» y le pronosticaban a todas las damas que las vistieran -pues enseñaban el tobillo y el canalillo, sin ningún pudor ni arrepentimiento-, así como vestían gasas, volantes y una serie de artificios para seducir. El camino hacia las llamas del infierno. Pero las petimetras no hacían oídos y siempre contestaban con una frase que se puso de moda en el XVIII: «El vestir a la moda no se opone a seguir siendo católicas», y con el «no se opone» se quedaban tan frescas y pasaban de los gritos de los púlpitos y las amenazas hacia los «hornos crematorios» del infierno.

-¿De dónde viene la palabra petimetre y cuáles eran sus principales rasgos?

-Los petimetre y petimetras eran, como le he apuntado, lo que hoy llamaríamos pijos o pijas. Pertenecían a la clase aristocrática o a la elite ilustrada «en minúsculas», pues no eran ilustrados en su sentido literal, sino vanos y frívolos. Su nombre viene de petit maitre, es decir, pequeño maestro. Se lo pusieron los españoles a la antigua usanza para reírse de ellos, y después pasó a llamarse con normalidad a todos y todas los modernísimos afrancesados y afrancesadas. Eran unos seres que para presentarse en sociedad tardaban hora en salir de casa, pues le precedía el enrulado y empolvado de las pelucas, así como el ponerse las medias que eran de colores y seda y se les podía hacer una «carrera». Asimismo, en ajustarse los pantalones a media pierna y la camisola llena de encajes y, por supuesto, las hebillas y botones de la chupa, que eran también de colores vivos. Luego venía y el retoque de la cara, pues se daban polvos, coloretes, esencias... y todo lo que llevaba en el rostro una mujer. Seguían en todo a la moda de París, eran superficiales, y te ríes mucho con su vida diaria y sus conversaciones y cotilleos superficiales y afeminados.

-¿Qué otros personajes deambulan por el Madrid del siglo XVIII?

Pues, por supuesto, de todo: médicos, con sus mulas y equipo correteando de un lado a otro; militares, que se enfundaban cuando hacía frío y se ponían manguitos de piel, además de vestirse, si se descuidaban un poco, como cualquier petimetre, falsos místicos, que «contactaban» con todo el santoral y se colaban en las casas pudientes para «sanar» con la ayuda del niño Jesús a los enfermos de la aristocracia, por lo que recibían buenas cantidades de doblones; abates (sacerdotes que nos llegaron de Italia, y en el fondo y forma eran como los petimetres). Cortejos, que eran los tipos más excéntricos de los que poblaban las calles de Madrid, siempre atentos a su dama, pendiente de sus caprichos, bailándole el agua, pues si ella se ponía muy tiesa o quitaba el lunar del labio superior y lo bajaba más abajo significaba ( en el lenguaje de los lunares) que no estaba muy contenta con su cortejo, ya que podía haber notado que este miraba demasiado a otra dama que no era ella. Abogados, corriendo de follón en follón que se montaban entre paseantes, berlinas y mulas, para ofrecer sus servicios a cambio de grandes cantidades. Y, para no extenderme más, la pareja de capitalino y aldeano que paseaban la capital con la pregunta siempre a flor de labio del aldeano y su cara de asombro, por lo que veía a su paso por las calles de Madrid que sucedía en la Corte, y la contestación del madrileño, dispuesto a que se enterara de lo que era el ambiente de la Villa y Corte.

-¿Cuáles eran los lugares más frecuentados en el Madrid de la época?

-Sin duda, la Puerta del Sol. Allí iba todo el mundo que se preciara de madrileño. Vendían de todo, desde aloja (agua con miel) hasta la gaceta o literatura de cordel, impresos colgados en una especie de cuerdas con noticias de toda índole. Daban discursos, charloteaban de lo divino y humano... De hecho, los aldeanos cuando llegaban allí se quedaban asombrados con toda aquella algarabía. Pensaba que allí tenían que dar algo, pues no era normal tanto gentío. En Sol se encontraba la iglesia de San Felipe el Real, que era el mentidero más famoso de Madrid donde se leía la Gaceta y se contaban bravuconadas de toda índole. Con Carlos III el lugar más concurrido también era el Paseo del Prado, donde se paseaban en berlina de arriba abajo y de abajo arriba lo más florido de Madrid. La Plaza Mayor era un lugar muy frecuentado, pues allí se encontraba el mercado por antonomasia de la capital, donde se oían los gritos de las polleras, verduleras, pescateras, etcétera, vendiendo sus productos.

-El espíritu reformista de los Borbones está muy presente en el siglo y en el Madrid de la época. ¿Cómo se transforma la sociedad en ese momento al cambiar de una casa real a otra?

-La relación monarquía-sociedad es muy distinta de los Austrias a los Borbones; monarcas austeros que no se exponían a la vista de sus súbditos fuera de los lugares consagrados a la monarquía. Había gran distancia entre el pueblo y sus reyes, eran invisibles y casi representantes divinos. Con los Borbones todo cambia. Se abren los salones palaciegos y el rey se hace visible a la sociedad en fiestas y saraos que llevaban la impronta italiana de la mujer del primer Borbón, con sus asistentas y camareras, y la francesa de ministros y toda clase de personal de palacio de los que el que el primer Borbón, Felipe V, vino acompañado. Todos los acompañantes de los reyes fueron una pieza fundamental en el cambio de hábitos y relaciones sociales en España, pero principalmente en Madrid.