‘País imaginario, escrituras y transtextos. Poesía latinoamericana 1980-1992’. Editorial: Trifaldi. Madrid, 2019.

La mácula leve que puede afectar a un libro espléndido, como es el caso de esta antología poética, es que su título sea farragoso o, al menos, poco diáfano en su esencia. A veces, el título de un libro interesante puede desorientar al lector que en él se adentre o, en su caso, quizá despistarle y desviarle del verdadero sentido que en sí encierra. No obstante, el volumen que vamos a comentar es, sin duda, el mejor florilegio literario -por no decir único verdadero e imprescindible- de los que se han hecho sobre la joven poesía hispanoamericana actual: en sus más de cuatrocientas páginas, bien apretadas y densas, aparecen seleccionados los mejores versos de un grupo esencial de jóvenes poetas latinoamericanos con una obra lírica dilatada y extensa, de calidad indiscutible. La selección de ellos y de ellas ha sido, debemos decirlo, muy acertada y, aunque tal vez no estén todos los que son, sí que es verdad que son todos los que están. Aquí, en este volumen, hay voces poéticas jovencísimas pertenecientes a distintos países de Hispanoamérica (Colombia, Argentina, Uruguay, México, Venezuela, etc…) que van conformando un magnífico entramado que ofrece al lector un menú poético brillante, de singularidad estética y temática.

Precedida de un prólogo tal vez demasiado denso -elaborado por Maurizio Medo y Mario Arteca-, aunque al final resulta esclarecedor, la muestra antológica reúne un total de cuarenta y un autores, todos ellos nacidos entre el año 1980 (Mara Pastor, Jeimer Gamboa, Jorge Posada, Paula Abramo, etc.) y el 1991 (Xel-ha López Méndez, de México). El prólogo empieza, a nuestro juicio con buen pie, hablando de la relación -o no relación- y el posible diálogo, o encuentro temático, entre la poesía hispanoamericana y la de nuestro país. Apuntando acertadamente que en otro tiempo ese posible diálogo fue frágil, mientras que, en la actualidad, debido a la proliferación de páginas web y blogs poéticos, ese contacto poético y literario se ha enriquecido y se ha tornado más sólido. Por otra parte, también se menciona en el prólogo a Vicente Luis Mora y su libro La poesía de la normalidad, viniendo a decir que, de un modo u otro, hay una corriente subterránea o no claramente visible de un tipo de poesía que, posiblemente, llegue a reunir a España y las Américas en un mismo territorio estético o temático. A partir de aquí, después de deambular y navegar entre un maremágnum de ideas y conceptos, acaba señalando -coincidimos con ello- en que, a pesar de tener voces poéticas muy distintas y proceder de diferentes países, los autores y autoras aquí seleccionados pertenecen a un territorio estético e «imaginario» común. De ahí que la calidad de este volumen resplandezca en la autenticidad ética y estética de cada uno de los poetas antologados, ofreciendo así una muestra muy enjundiosa de las nuevas corrientes líricas de Latinoamérica, voces de hondo calado literario que consiguen alzar el vuelo tembloroso de una emoción poética ancestral en muchísimos casos, como ocurre en los magnéticos y prodigiosos versos de Daniel Bencomo (México, 1980), en la pieza titulada «Las áreas de descanso en la cabeza de Gamoneda»: «Yeguas fecundas en la fosforescencia./Yeguas abiertas por lo calino inminente» (pág. 82), o en estos otros de Alicia Preza (Uruguay, 1981), por los que corretea un aire natural con olores de infancia y texturas campesinas: «El aroma nos invade./ Miro hacia afuera y me asusto./La lluvia es chocolate,/árboles de chocolate se derriten en el patio» (pág. 93). Pero no solo abunda ese hondo y secreto magnetismo de magia poética en este florilegio de la joven poesía latinoamericana; hay además también, por otro lado, un fluido distinto de menor textura lírica en muchos de los poemas pergeñados por autores donde el motivo o la raíz de su escritura subyace formalmente en el magma prosaico y tumultuoso, sibilino, de la ciudad tratada como amiga y enemiga a la vez, prueba de ello son los versos del poeta Javier Alvarado (Pánama, 1982): «Mi infancia quedará arrebatada por los altos edificios.../Solo quedaremos en vídeos y postales» (pág. 133).

Como es natural, en toda antología poética de voces dispares, distintas y arriesgadas, no es fácil seleccionar ni destacar aquellas que más sobresalen por su calidad estética o formal, pues son más de cuarenta los poetas aquí reunidos, autores y autoras con obra consolidada y reconocida, premiada también, en sus respectivos países. Aun así, reconociendo que es tarea difícil, e injusta tal vez, nos arriesgamos a resaltar entre todo el conjunto a un par de nombres excepcionales: el primero de ellos, Luis Eduardo García (México, 1984), destaca por ser un poeta de voz cálida, dueño de un universo tierno e íntimo que dibuja con una elegante precisión: «Mariposas se confunden con el amarillo de agosto. Caen sobre la hierba/ y me hieren. Envejezco» (pág. 228). La otra voz que destaca en este sublime florilegio es, por muchos motivos, la de Ana Claudia Díaz (Argentina, 1982), pues hay en sus versos un raro temblor de campo prístino, de primavera crujiente y vesperal que eriza la piel y los ojos del lector como el vuelo sedoso de un vilano en el estío: «Es así/a la hora del almuerzo/los topos amontonan el verano/en piletas brillantes/o lo enrollan en una alfombra/para poder descansar (pág. 194). Aunque es breve la muestra de su poesía aquí representada, es justo decir que el mundo poético de Ana Claudia es de una belleza lírica imponente, de una hermosura armónica y adánica, como si en ella la luz fuera un vehículo que discurre entre versos de oro y pedernal. Ojalá viéramos publicado algún libro de los suyos aquí, en nuestro país. En su tierra natal, Argentina, la poeta citada ha dado a la luz títulos como Conspiración de perlas que transmigran (2013), Una cartografía de la insolación (2015) y, su más reciente, El lado del hemisferio en que quedamos (2018).

Aunque de calidad poética dispar, entre luces y sombras, auroras y crepúsculos, discurren otras voces líricas recogidas en esta sólida antología poética, voces como la de «Neronessa» (República Dominicana, 1988), con un innegable acento vallejiano, o la de Javier Alvarado (Panamá, 1982), citado anteriormente, autor de una hondura ética y social que arriesga tanto en el fondo como en la forma, ofreciendo versos de compromiso y denuncia como estos: «La sangre de un pueblo que no conoce el pan.../Con esta desigualdad latina de los indios. India mi pena, india mi carne,/indio mi dolor y mi llanto venidero en este bus de indios» (pág. 134). Ese compromiso ético y estético, visible y presente en otros poetas antologados, es una de las cualidades más notorias y sobresalientes de este libro editado con un gusto exquisito que a ningún buen lector de poesía defraudará.