«Discúlpame, Señor, si yo prefiero (...)/un cielo a la medida de la tierra/ya que en la tierra no me diste cielo». Sonaba este poema en labios del hermano menor de José de Miguel y no pude reprimir el halo de una lágrima. Un hombre cariñoso, servicial y magnánimo, a quien estas infrecuentes cualidades habían deslavazado el poderoso fuero de su personalidad poética. Pepe era muy fácil de querer. Jamás le escuché decir algo malo de nadie. Incluso cuando pretendía ironizar, siempre con delicado gusto, se percibía en su voz un tuitivo ahogo de atrición o desasosiego. No olvidaré mientras viva su mesura, ese esfuerzo adiado por superar la timidez que los sabios sufren en silencio, pero tampoco podré entender ese muro amargo que impedía el reconocimiento merecido de su razón poética, la soledad sonora de quien se halló desolado cuando creyó estar entre amigos, la pátina oscura que desdibujaba el sentir clamoroso de un poeta que entendió a la perfección la palabra de los grandes maestros.