I sabel Bono es una poeta y novelista que destaca cada vez más en el círculo sagrado de la literatura. Nacida en Málaga (1964), en 2002 gana el premio de poesía León Felipe Ciudad de Tábara, por Los días felices (Celya, 2003). Después de tantos años dedicándose exclusivamente a la poesía, en 2016 gana el Premio de Novela Café Gijón con Una casa en Bleturge (Siruela, 2017). Tanto le animó, que ya ha publicado su segunda novela, Diario del asco (Tusquets, 2020). Este año ha publicado el poemario Me muero .

‘Me muero’ es un libro de poemas escrito en voz baja con el entramado de la grandeza que tienen las cosas humildes.

La verdad es que nunca me lo he planteado. Los poemas, la prosa, todo lo que escribo llega de un modo intuitivo, no hay una decisión, nunca me he dicho: voy a escribir de tal manera. Voy a ciegas. Me gusta que sea así, escribir únicamente cuando no puedo evitarlo, tal y como recomendaba Rilke: escribir sólo cuando se sienta la necesidad imperiosa de escribir. Cuando siento esa necesidad (suele ser todos los días), miro a mi alrededor y cuento lo que veo. Los grandes acontecimientos no me interesan. Quizá de ahí esa «voz baja», esa intimidad.

Es una poesía, de clima de atmósfera. Un clima donde se adivina como contexto el desánimo existencial, pero sin apenas destacar. ¿No es así?

Crear una atmósfera es lo más importante y lo más difícil. Cada poema debe conseguir que esa persona que lo lee se vea envuelta no sólo en el poema sino en el mundo del poeta, y hacerlo suyo. Para mí es importante que esa atmósfera se vaya creando «sola», mientras camino, por ejemplo. Intervenir lo menos posible. Me viene la imagen de alguien haciendo una bola de algodón de azúcar, hilar moviendo únicamente un palito, ese juego de muñeca. Ese sería mi «trabajo» mover lo justo la muñeca.

‘Me muero’ es un poemario donde se elude todo tipo de anécdota o historia e, incluso, tema. Sólo queda la emoción desolada del poema.

Es justo eso. En los poemas hay que desnudarse (en la prosa vestirse con cien capas). Agustín Calvo Galán dijo muy acertadamente en el prólogo de Lo seco que mi poesía era como la cocina japonesa. Es verdad, soy de mínimos. Los poemas me llegan en alud, se forma esa nube hasta que llega el momento de tirar del cabo del hilo, limpiarlo, dejar sólo su esencia.

Una obra que parece simple en su escritura, pero es muy compleja a través de los objetos y situaciones cotidianas. De lo particular a lo universal.

Como yo la entiendo, la escritura debería ser, más que simple, limpia. Olvidar la retórica, no llenar páginas para «oírse». Si se puede decir en dos palabras, ¿para qué escribir diez? Después de tantos años escribiendo, sé lo que sobra. Podar se me da de miedo. Dejar las palabras justas es sólo cuestión de entrenamiento.

Es una poesía de la nostalgia, melancolía, pero de forma sigilosa, casi tapada por lo cotidiano: «Hace mucho, demasiado/ que la luz de las diez de la mañana de la vida/ no se me aparece/…».

Pues fíjate, no me tengo por nostálgica. Pero sí es verdad que tengo facilidad para la tristeza, y cada tristeza que llega me deja una impronta que en el momento menos pensado sube a la superficie y es ahí desde donde escribo. Por ejemplo, recuerdo una escena en el metro de Madrid, hace muchos años: un padre y una hija sentados muy juntos, frente a mí, su gesto cansado, como si les acabaran de dar una muy mala noticia, sin hablarse, y cuando llegó su parada, la hija le dio dos toquecitos en la pierna al padre como diciéndole «aquí nos bajamos», pero también «venga, hay que seguir adelante», se miraron, hicieron un amago de sonrisa, y se fueron. Esa imagen me fastidió el día, me quedé triste y preocupada por ellos, dos personas que apenas vi durante cinco minutos y que ni sé quiénes eran. Estoy segura de que algún día escribiré sobre ellos. Pues así todo. Lo cotidiano es lo que más me toca o me toca más profundamente. Después, sólo se trata de no inventar, de contarlo con honestidad.

Se maneja un léxico de lo más concreto, pero con la sutileza de la sintaxis éste se eleva a abstracto. Todo un logro.

Gracias, yo esas cosas «desde dentro» no las veo, no me propongo nada, no digo voy a contarlo de este modo o de otro. Supongo que me influyen algunos autores que hice míos. Quizá mi inconsciente trata de imitarlos. No lo sé. Mi único logro es ser constante. Y tampoco es un logro porque no me propongo ser constante, me sale solo.

Los objetos neutros, anónimos, lo que pasa desapercibido a la mirada cotidiana, conforma una poesía profunda y nada obvia: «apaga la luz/mira el borde de las cosas».

Has dado en el clavo. Desde niña me fijo en todo lo que sucede a mi alrededor, vivo muy atenta a las cosas pequeñas. Es como si me llamaran ¡Eh, fijáte en mí! Al final me he hecho especialista en «microacontecimientos», en contar por escrito lo que veo por el simple placer de contarlo. Siempre digo que para escribir sólo hay que estar un poquito atento a nuestro alrededor. No hay más truco. Bueno eso y leer mucho, claro.

Los poemas son desolados amargos en su mayoría, sin dejar por eso de ser magníficos. ¿Se identifica el yo poético con el real?: «yo no quiero ser ninguna/yo no quiero ser nadie/ yo no quiero ser nada».

En poesía no invento, para eso está la prosa. En cada poema estoy/soy yo. En esos versos que apuntas, es verdad que quizá ese día estaba saturada por algo y quería «desaparecer». Es muy curioso leerse al cabo de tanto tiempo, preguntarse ¿Qué me pasaba ese día? o decir ¡Qué exagerada era! Los poemas de Me muero los escribí entre 2011 y 2012. Llegaron en alud. La imagen de un tobogán abandonado desató los poemas de Lo seco (Bartleby, 2017) que hablan de los arañazos de la infancia. Una reunión de poetas y artistas en una cripta, desencadenó el poema «Me muero», que da título al libro. Escribí los dos libros a la vez, creo que tienen el mismo tono. Pero, si me permites, amargos no los veo. Mientras se me siga escapando algo de ironía, lo amargo no me atrapará. Es verdad que pueden sonar pesimistas. Alguna vez he dicho que soy «la pesimista más feliz del mundo»: como lo doy todo por perdido, cualquier cosa buena que me pase es motivo de celebración. Afortunadamente me pasan muchas cosas buenas, lo que ocurre es que cuando me siento feliz no «malgasto» ese tiempo escribiendo. La escritura llega después. Escribir es un acto de soledad.

Isabel, ¿por qué escribes? ¿Qué es la literatura para ti?

La literatura, leer y escribir, es vida extra. Leer nos permite vivir otras vidas, escribir le da volumen a la nuestra. Cuando escribo me siento de verdad en 3D. Escribir es estar en otro lugar, quizá en un no-lugar donde soy completamente feliz. Y escribo porque si no salgo ardiendo, o algo así. Sé que suena exagerado, pero se acerca mucho a la realidad. Si no escribo paso el día con ardor de estómago, de mal humor, iría por la calle dando patadas a una lata, no sé. Creo que dije en algún sitio: Escribir poemas para sentir la sangre limpia. Es eso. Escribir para librarme de todas esas palabras que se agolpan sobre mí, para quitármelas de encima y, a su vez, para guardarlas, pero en otro sitio que no sea mi cabeza. Vivo como si llevara un luminoso sobre mi cabeza que dijera «Un día sin escribir es un día perdido». Así son las pasiones, ¿no?