C ada libro de Hugo Mujica (Avellaneda, 1942) supone un acto de lúcida rebeldía contra los cimientos heridos del pensamiento dominante en nuestra caduca sociedad occidental. El prodigio de su discurso, que concibe la creación como un proceso de ahondamiento en unos mismos pilares éticos y estéticos, se produce en la fértil frontera entre la exactitud de una mirada contemplativa, que busca la inmensidad esencial de lo pequeño, y la desnudez concisa de una palabra en la que, de manera sutil, se aúnan pensamiento y emoción para celebrar la vida, en su belleza y en su fragilidad: «Todo es principio y fin/ y no hay un todo;/ hay este ya/ que tiembla/ su ahora y nunca otro/ hay este abrazar la vida/mientras nos besa/la muerte».

En este sentido, Vicente Gallego, quien firma una lúcida contraportada, mantiene que «Hugo vislumbra y canta el misterio de lo eternamente naciente». No en vano, para el poeta no hay más realidad que lo que nos rodea, el alrededor, lo que florece aquí y ahora, por donde el yo merodea hasta saberse parte de él y encontrar su canto en la desnudez y en el silencio: «De una misma/ transparencia/ la lluvia y el río sobre/ el que cae:/ desnudos de lo que somos/ no hay nada que no/ seamos». Este canto deviene, pues, celebración del instante, de la vida: «Vi la vida latiendo/ y brotaban flores;/ la vi y no hubo saber:/ hay el brotarse flores».

Semejante concepción inmanentista le da a su poesía una dimensión sagrada, con lo que antes de entrar en el poema se revela necesario un acto de recogimiento que, por un lado, le permita al lector luchar contra las distracciones exteriores e interiores y, por otro, le ofrezca una suerte de integración en sí mismo. De ahí, la característica disposición tipográfica de sus versos en la parte inferior de la página, tras un vacío creador en el que se imbrican soledad, silencio, meditación, clausura y palabra, con lo que escritura y lectura devienen sendos actos transformadores tanto para el poeta como para un lector que no puede ni debe regresar idéntico después de adentrarse en la parquedad léxica y en la sobriedad y exactitud de unos versos caracterizados por una concisión expresiva extrema, que refuerza la emoción al tiempo que activa de manera efectiva el pensamiento, como en uno de los dos poemas de los que brota el título: «Basta una estrella/ y la noche/ se abisma cielo./ En los más íntimo acampa/ la inmensidad:/ en lo sereno hace casa/ lo absoluto».

La publicación, pues, de A las estrellas lo inmenso es un don que, como lectores, debemos agradecer y que confirma al poeta argentino como una de las voces imprescindibles de la actual poesía en la lengua española.