‘El horizonte hundido’. Autor: Alejandro López Andrada. Editorial: Hiperión. Madrid, 2017

Hay poetas a los que nada más comenzar a leerles sus primeros versos ya intuye el lector a quien pueden pertenecer, por su tono, por su dicción, por su atmósfera, su vocabulario o su tensión expresiva. Ciñéndonos estrictamente al ámbito literario cordobés, eso es lo que nos ocurre al iniciar la lectura de algún poema de Ricardo Molina, de Pablo García Baena o de Manuel Álvarez Ortega. Son inconfundibles. No otra cosa sucede con la obra de Alejandro López Andrada (Villanueva del Duque, 1957), a lo largo de esos quince poemarios, seleccionados en esta antología, y que han sido distinguidos con la concesión de importantes premios literarios. Esta antología, publicada por ediciones Hiperión, ha sido seleccionada y valorada con un prólogo iluminador por Antonio Colinas, poeta mayor, que de siempre ha distinguido a López Andrada con su magistral atención, lo cual enriquece indudablemente esta obra ya de por sí valiosa y muy personal.

Esta es, pues, una poesía del medio natural, escénica y raigalmente incardinada en el norte de nuestra provincia. Ese es el horizonte paisajístico de estos versos, pero un horizonte hundido, o perdido, como reza su título, por el paso del tiempo, por la desaparición de los seres amados, y la irrupción de nuevas precariedades e injusticias, como nos ha traído el nuevo siglo. Sin ese paisaje físico y humano, la poesía de López Andrada no hubiera podido existir tal como es: un paisaje, el del norte, que estaba ahí desde siempre, desde hace siglos, con sus encinas, sus dehesas, sus chozos de pastores, sus fríos, su granito, sus minas arruinadas, sus animalias y su flora, sus nubes -siempre «maravillosas» a los ojos de un poeta auténtico-, pero que nadie hasta ahora le había dado carta de naturaleza literaria. Alejandro, pues, funda y da carta de naturaleza lírica a un paisaje hasta ahora no nombrado, no llevado a su pura dimensión estética de la palabra bautismal. Como esos paisajes de Soria, que estaban ahí desde siempre y que antes no fueron vistos por nadie hasta que la mirada honda y humanísima de Antonio Machado nos los descubrió para la literatura, y los hizo crecer en el poema. Y quien dice Machado, dice también Unamuno con sus andanzas y visiones por el campo salmantino, Azorín por Castilla, o el portugués Miguel Torga con el suyo de nacimiento. Esta antología -emocionada recapitulación de una vida, serena e hiriente elegía por un mundo rural ya desaparecido, por una infancia feliz en la austera belleza de unos horizontes invernizos de frío y bruma, de humildad y trabajo en unos años difíciles y oscuros, de cariño y afectos entrañables al amor de la lumbre-, se enriquece con una serie de poemas inéditos de marcada intensidad, como el titulado «Agua», donde escribe el poeta: «Cierro los ojos para contemplar el río./Lo siento respirar/ bajo el azul/dando cobijo leve a los galápagos./Y el agua viene a mí,/suena en la luz/con la inocencia de un jilguero cálido». Después de la lectura de esta enjundiosa y a la vez alada y leve antología lírica de López Andrada, en cuyos versos se siente y se oye con tan intensa y serena palpitación el latir de la naturaleza, me ha venido el recuerdo de otro hondo poeta del paisaje y del alma del paisaje, en este caso del campo de Castilla, como es Luis Felipe Vivanco, como Leopoldo Panero, que en la prosa de su memorable Diario, al igual que López Andrada en sus novelas, consigue trasmitirnos una profunda comunión poética casi ultranatural con el paisaje. Así, el poeta de Villanueva del Duque ha prestado a su tierra, el norte de Córdoba, una clara e inconfundible voz, pura como el aire de su «dehesa iluminada», reconfortante y tonificadora, en estos tiempos de ruido y de furia para todos nosotros.