En un barrio residencial inglés de los años sesenta, donde todo se sabe del vecino de al lado y todo se calla como pacto de supervivencia, donde las grandes pasiones, la rabia, la ira o el desprecio se enseñan para tan solo hacer un leve comentario desde la ironía y posteriormente se esconden. Barnes hace así arrancar una extraordinaria narración con velocidad de crucero. El vértigo del inicial enamoramiento alejado de la cordura, la posterior evolución hacia la asunción del conocimiento del otro y el elevado coste que arrastra todo el proceso se ponen en marcha por una casualidad. La mujer madura Susan MacLeod al borde la cincuentena y el joven diletante Paul Casey con unos casi imberbes inician una relación adúltera desde sus primeros encuentros en un club de tenis, tan british. Ya contábamos con El graduado y su «Ms Robinson», con «madame Arnoux» de Flaubert en La Educación sentimental o En brazos de la mujer madura de Stephen Vicinczey como referentes del caso. El arquetipo ya existía, la indolente y flemática clase media inglesa ya estaba escrita y reescrita y, sin embargo, Barnes se plantea un reto narrativo del que sale airoso navegando por esos reconocidos lugares.

El recorrido de la novela atraviesa el amor gradativo desde la incipiente química inexperta de dos amantes de edades tan distantes, aquel que caso de ser el primero deja territorio cicatrizal, pasando por el inevitable desamor (con el descubrimiento tan dramático, por ejemplo, de que no solo roncan los hombres) del que se asen unos extraños vínculos para evitar el abandono aunque el otro caiga en el más profundo alcoholismo y la ausencia de amor que hace ver lo que fue como una reflexión enigmática desde el presente dudando de todo lo ocurrido. El recuerdo, la memoria y su fragilidad se enturbian, sobre todo en la voz de un joven que apenas puede aportar nada interesante, mientras el inquieto mundo de los sesenta ocurre paralelamente y él no parece enterarse enfrascado en ese mundo reducido y simple por repetitivo. Ella se presenta, desde el escepticismo de una vida gris, acompañando a un varón dandy inglés que es capaz de estrellarle la cara contra una puerta o un escalón, después de un hartazgo de ginebra y golf. Barnes es un maestro de la narración y esta obra un ejercicio memorable y canónigo de la utilización de las tres personas, cada una con una función chejoviana.

Como lectores nos conduce con maestría por la primera, segunda y tercera persona con una cuidada redacción -resaltemos también la meritoria traducción de Jaime Zulaika- que asemeja la de un director de orquesta acompasando las transiciones entre diálogos con una maravillosa armonía. No quiere decir que la trama y el acontecer sea blandengue porque encontramos escenas como ésta, en la cual ella declara que solo se acuerda de su madre muerta de cáncer cuando se corta las uñas de los pies. O la profundidad de que todos, lo único que buscamos, es un lugar seguro y en muchas ocasiones esa historia es de amor, un amor que tuvimos de parejas que en apariencia no tienen nada que decirse y que tras el paso de los años siguen juntas. Recordemos que el propio autor fue abandonado por su propia esposa para comenzar un romance con otra mujer y al cabo de los años volvió junto a él. No seamos saintbeauvianos, pero consideremos que conoce el paño tratado.

Entre diálogos aparecen caramelos filosóficos envenenados, como cuando la adulta MacLeod le confiesa al pipiolo Paul que casi lo único común que los seres humanos tienen en común es huir de su vida. Una perfecta reflexión de escena de cama tras un episodio sexual, pero no, se produce de repente, en una conversación casual, un de profundis almibarado con un diálogo intrascendente, en apariencia. O el encuentro en la memoria de un Churchill vencedor de la guerra y pintado como un maniquí en una calle de Londres antes de acudir a la televisión. La medida ínfima de bebida alcohólica en los pubs, la afición a los crucigramas, la pertenencia a un club y las derrotas por ginebra son el escenario de esa clase media que tiene un concepto extraño del amor y del sexo. Memorable un pasaje sobre los tipos de sexo de manera dilecta: el buen sexo, el mal sexo, el no sexo, el autosexo, y el peor de todos: el sexo triste.

Y qué decir de manera inevitable de una secundaria de oro como es Joan, amiga de la protagonista, puro descreimiento con preguntas cortas y sentencias graves e irreverentes. Un contrapunto desde el escepticismo a la candidez o inseguridad de los amantes. Avanzado el relato, desde la experiencia, el adulto ya examante se reconoce cuando lo describe como un verdadero inglés: un tipo frío, cruel y manipulador.

Una vida y doscientas páginas es lo que tienen, sin descuidar el humor ácido como demuestra la reflexión sobre un amigo que se ha vuelto de ya bastante mayor gay, «tras haberse fijado de improviso en la nuca de hombres jóvenes». En realidad, la novela es una reflexión sobre el amor, sobre sus fases, sin la criba moral, tan solo la parte evolutiva y frágil de cómo se aposenta en la memoria. Nada es como lo recordamos, tan solo una perspectiva. La única realidad es que todos necesitamos amar y ser amados, pese a poder vivir sin ello necesariamente. Tal vez esa sea la única historia.