Deseaba que llegara el viernes para cobrar las pesetas por esas horas de trabajo que echaba en aquel bar nostálgico y oscuro, y acudir así a librerías de viejo por algún tesoro. Un bar donde los clientes satisfacían la soledad con las tragaperras y el anís, donde se cambiaban más monedas que otra cosa, y donde bajo el mostrador me acompañaban los libros de Eliot o Leopardi.

Muchas veces dudé de la moralidad. Ahora dudo de la moralidad. Sería conveniente cambiar el término moralidad por el de educación. ¿Quién posee superioridad moral? ¿Quién vive acorde a una moralidad consecuente? La ausencia de educación nos hace caminar por las fronteras de la intolerancia, por el filo de una división inexistente pero que hemos creado nosotros mismos, por la lucha en disputas e insultos. Ausencia de educación, o no conocer la educación realmente.

Con la literatura me pasa algo similar. Lo que se lee y lo que se escribe ahora está hecho para confundir en vez de para agradar. Nos alejamos de lo bello y lo bueno. Se crean fealdades, se traducen fealdades en vez de obras de arte. Antes, y no es nostalgia, la belleza de una obra de arte nos resultaba misteriosa, poseía ese don preciado de la hospitalidad, y se quedaba en nosotros lo bello y lo bueno, los deseos de cada uno se convertían en expectativas, en agrado, en experiencias.

Como escribía Dión de Prusa, un cínico, «Ahora está todo prácticamente lleno de hombres con apariencia de filósofos, y casi son más numerosos que los zapateros, los molineros, los bufones o los que trabajan en cualquier otra ocupación que se quiera». ¿Cuál es el mérito real de las propuestas actuales? Lo desconozco, no lo encuentro. Puede que me visiten los prejuicios, pero soy consciente que cambiar, hemos cambiado, y el cambio es necesario y fructífero, pero siempre que nos siga acercando a lo bello y a lo bueno.