En la obra poética de los grandes autores clásicos -Antonio Colinas lo es desde hace años- late una música íntima, profunda, que resiste el paso del tiempo y la convierte en materia y sustancia de la eternidad. Cuando uno se encuentra ante una obra intemporal como es la de Antonio Colinas (La Bañeza, 1946) siente un pálpito azul, un gozo denso y cristalino, una especie de blanca y hermosa epifanía que guía y conduce a un lugar consolador. Entrar en su obra poética es como adentrarse en un bosque romántico de adelfas y ruiseñores. Desde que vio la luz su primer poemario, Poemas de la tierra y de la sangre (1969), hasta este último, En los prados sembrados de ojos (2020), ha pasado más de medio siglo, pero ya en aquel título, en los versos primeros de aquel libro, y en el inmediatamente posterior, Preludios a una noche total , también de 1969, se hallaba el sagrado misterio cristalino que impregna y esencializa la poesía del autor leonés, esa música genuina que aquí, en su nuevo poemario, resplandece como una piedra de cuarzo cristalino arrojada en la tarde a una piscina de mercurio sobre la que aún se está mirando el sol. Ninguna otra poesía de este país goza de esa pureza noble y diamantina que uno encuentra en poemarios clásicos de Colinas como, por ejemplo, Sepulcro en Tarquinia (1975), Astrolabio (1978), Los silencios de fuego (1992), Desiertos de la luz (2008) o, su más reciente, Canciones para una música silente (2014).

En el nuevo poemario, editado por la editorial Siruela, el autor leonés profundiza en sus temas de siempre: la naturaleza, el amor familiar, el paisaje de Ibiza, la presencia del Mediterráneo, el universo, las preguntas abiertas sobre el misterio de la vida, e introduce también temas y motivos novedosos, quizá antes entrevistos, como el de la huida del mundo, de lo material, simbolizado aquí en la galería de poemas magníficos que dedica, al comienzo del libro, a santa Teresa de Jesús en un bloque que titula «Donde el frío fue fuego». En uno de estos poemas de aire místico escribe Colinas: «Y decías adiós al mundo contemplando/ cómo se iba extinguiendo la humilde luz/ del candil y el calor de la cal de la celda» (pág. 25) y unos versos más adelante, en el mismo poema, remata: «Así tenía que ser hasta que alcanzases,/ en la vida, la muerte verdadera: la que vence a la carne, a la pena, a la ceniza» (pág. 26). Hay aquí, en este libro, además del hermoso homenaje a santa Teresa, tres poemas inspirados en los hijos y la mujer del autor; uno de ellos, el último, titulado «Como los ríos de la adolescencia», muestra la raíz y el inicio de la relación con María José, esposa y compañera, la verdadera musa de Colinas, a la que dedica el libro, dibujando aquí estos versos memorables: «Te conocí en los lugares más sagrados:/ tumbados sobre las hojas secas del otoño,/ bajo un cielo tembloroso de álamos/ de aquella tierra y sangre en que nacimos» (pág. 124). En el mismo poema el autor de La Bañeza utiliza la imagen o la metáfora del tren de su adolescencia como si fuera el cordón umbilical que une a la vez dos tiempos y dos espacios, el de partida, ubicado en las raíces de la tierra natal, a este otro, que el poeta sigue habitando a cada instante, cada vez que regresa a su casa en La Bañeza y, en la tierra nativa, oye de nuevo los jilgueros, su trino aferrado a la luz de los cipreses, y el murmullo del viento entre los chopos de la tarde encofrada en un pálpito suave e intemporal: «Aquel tren parecía fluir/ cuando nos conducía hacia una vida nueva,/ fluía como los ríos serenos de nuestra adolescencia,/ que huían de la escarcha de los páramos» (pág. 124).

La mujer, fiel y eterna, fluye en la atmósfera de este libro hondamente romántico, a la vez que misterioso, filosófico y místico, cincelado por la gracia, por la lenta armonía del trinar de un ruiseñor que sustancia los versos míticos, esenciales, de uno de los grandes poemas del volumen, «Un ruego en tiempos de pandemia», una reflexión bellísima, serena, atada a la isla -Ibiza- donde Antonio Colinas estuvo viviendo muchos años: «Cierra los ojos, ruiseñor, pues nosotros/ ya lo hemos cerrado para oírte cantar…/ Recuerdo una enramada oscura y silenciosa/ y aquel aroma a sal caliente y a sabinas» (pág. 140). Aquí, en este poema, se concentra la pureza, la delicadeza leve, diamantina, de la voz de un autor necesario, universal, que escribe palabras en el tiempo, tenue música para iluminar unos tiempos desolados como los que vivimos, en los que agonizan, junto a la naturaleza, valores fundamentales como el sosiego, la empatía, el afecto, la ternura, el entusiasmo, la fidelidad a un mundo primitivo, a un modo de ser sustentado en la raíz de la bonhomía, el respeto y el amor. La poesía de Antonio Colinas tiene el halo de la de los poetas clásicos universales, de los mejores autores del romanticismo, pues no en vano en ella se funde la raíz del pensamiento, y la reflexión serena, con la luz cenital del sentimiento más profundo y el fulgor esencial de la emoción en su desnudez. En este poemario de título sugestivo, En los prados sembrados de ojos , la mirada se siembra y se funde con la tierra y se hace flor pensativa, luz sonora, fragancia celeste, ternura musical, como vemos en la pieza titulada «El otoño avanzado de la vida»: «Estos montes en paz,/ estas orillas/ del río sosegado,/ los álamos/ temblorosos, enormes, susurrando/ su paz en nuestros ojos/ cerrados,/ muy cerca de las ruinas rodeadas/ por las primeras nieves» (pág. 35). Y, algo más adelante, en el poema que da título al libro, el autor leonés, arropado por un misterio secular, escribe y se pregunta: «¿De quién son esos ojos/ colgados en las ramas?/ ¿Quién me vigila, quién/ es el testigo de mi soledad?» (pág. 52).

Este poemario, como otros de Colinas, está lleno de sabias preguntas sin respuesta, de versos que hieren dulcemente las entrañas por la desnudez angelical que encierran, una desnudez cargada de emociones que tiemblan y cantan como ruiseñores místicos o jilgueros posados en el ciprés de la alegría. Aquí, en este poemario, la luz vence a la noche, la humildad de lo blanco reverbera como el cuarzo sobre el amargor sebáceo de lo negro. De los seis apartados de este poemario imprescindible, aun reconociendo la enorme calidad de todo el conjunto, destaca, sin duda, el cuarto, donde hallamos poemas de una belleza cristalina, como el titulado «Tera», que evoca un río y el símbolo del agua, y, sobre todos, fulge «Un tiempo de infancia», donde se concentran la sencillez y la magia, la hondura emotiva de una poesía que consuela y nos ayuda a vivir con alegría en un mundo vacío, exento de valores, donde pocos perciben, pinzados por el ruido, la música eterna, sutil, de un ruiseñor.