Siguiendo la tradición de la poesía mediterránea en su veneración y canto a los elementos naturales -sobre todo a la luz-, Pilar Blanco expone su propuesta poética sin ningún tipo de complejos. Descubrimos pronto un tono mantenido, basado en un lenguaje sin excesos preciosistas pero con el objetivo de no caer tampoco en la sencillez inexpresiva, por lo que va rindiendo culto a un enfoque de las situaciones y detalles, que tiende a enervar la belleza desde el cuidado y tratamiento del lenguaje, y muy en coordinación con ese cúmulo de imágenes y metáforas que sustentan este poemario.

La desolación, el desvaimiento, pueden parecer parte de esta trama, pero solo son elementos transversales; es más fuerte y poderosa la del sentimiento del amor, flotando por esta travesía. El acto de amar, el hecho en sí, son suficientes para calmar todas las heridas posibles, desde el ser que muestra conciencia plena de cada instante, con lo doloroso y vital que entraña este sentimiento. La contemplación e interiorización del detalle de belleza representa una fórmula a la que Blanco acude en muchos momentos, como por ejemplo este poema en el que la ruptura produce su propio movimiento: «Caminar/sin haberme movido…». Esa visión de la belleza resulta ser eje en todo este desplazamiento de la figura del yo: en el ser que se afirma en lo que ve y lo que intuye, pero también entraña una reflexión posterior, no solo la del fulgor de lo inmediato, y cuando surge con acierto, se mantiene el equilibrio, adquieren fuerza los versos en el eco mágico de la noche que la voz propaga.