Uno de febrero. Entro al supermercado, los exquisitos mantecados y mazapanes han sido sustituidos por rojos corazones, airosas orquídeas y otros tantos enseres recordándonos la proximidad del, tan amoroso, día de San Valentín. Una vez más intentan hacernos caer en el embrollado mundo del consumismo jugando con el sentimiento del amor, ese en el que la mayoría de los mortales hemos caído y, aquellos que no, mueren por encontrarlo apasionadamente. Y, una vez más intento desviar mi mirada de esos fetiches que descansan sobre el mostrador estratégicamente colocados. Sí, estoy enamorada. Enamorada de los amaneceres, de los atardeceres, de esa flor de almendro que despunta aun a riesgo de ser helada sorprendida por las bajas temperaturas; enamorada de los amigos fieles, de ese sosegado libro, saboreado junto a un té calentito y acompañada de una tranquila y suave melodía. En definitiva, enamorada de la vida.