El tratamiento de Córdoba en la poesía de Pablo García Baena es muy amplio. Si bien me voy a limitar al estudio singularizado sólo de algunos poemas esenciales como los titulados «Río de Córdoba», «La calle de Armas», «Viernes Santo», «Córdoba» y algún otro, además de algunos elementos prosísticos. «Río de Córdoba» pertenece a Junio, un poema de inmenso amor a Córdoba, donde se acerca, aunque con una estructura más amplia, a los sonetos de Góngora y Juan Bernier. El río es el eje de la ciudad, el punto de inflexión de amor, de atracción y rechazo. García Baena lo describe con sus cientos de plantas, con el frescor de la corriente que se lleva el tiempo de ese Betis misterioso que ha dado lugar a tantos capítulos de la literatura andalusí y españoles. La Albolafia le da un empaque regio al río de Andalucía, «turbio césar que se desangra/sobre su propia púrpura de barros», refiriéndose al color marrón y sucio del río cuya corriente arrastra el presente de Córdoba hasta el Atlántico, todo ello objeto de una melancolía sin límites. Pero hay lugar para la evocación y el recuerdo de algún amor perdido que «se queda entre los juncos/como en un viejo acetre de vegetales oros». Recuerda ese lugar cercano llamado Los Mártires, que colinda con el Seminario, el Alcázar de los Reyes Cristianos y los Baños Árabes, antes abandonado a su suerte y hoy de una pulcritud apta para los turistas que visitan la ciudad. Se acerca, como si caminara más allá, alejándose del río, hasta los símbolos de los patronos de la ciudad: San Acisclo y Santa Victoria, que no pueden faltar en una evocación de homenaje, mártires santos que vigilan la ciudad que el poeta adora, aunque a veces se aleja para siempre. Llega la noche y el río es un lugar misterioso para el amor y el deseo, y se convierte en el paraíso mágico y misterioso del apetito y la codicia de amantes perdidos en las adelfas que crecen en las orillas del majestuoso río cordobés.

«Rincón nativo» es un homenaje a Córdoba y, aunque no se menciona, la ciudad está implícita, desde el instante mismo que se refiere a su ciudad natal y que habla del «excelso muro» gongorino. Es un poema hermético, de una belleza impresionante, breve e intenso, Describe a su ciudad natal como cualquier artista cordobés que la ame: «Hermosa sí lo eras pero ruin y rubia», lo que forma parte de esa dualidad de amor-odio que la ciudad de Córdoba tiene la facilidad de crear en el que la ama, que deben alejarse de ella para que no los devoren.

Como memoria de su infancia es imprescindible resaltar el poema «Oda a Gregorio Prieto», de Mientras cantan los pájaros, en el que evoca sus clases en el colegio cordobés López Diéguez, donde evoca las viejas clases y aquel patio de mármol, donde «en francés gitano don Luis nos hacía rezar el Padrenuestro». Recuerda que era el tiempo de las estampas que los niños recortaban para pegar en los álbumes, que eran de variados temas: de boxeadores, de volcanes, de artistas de cine, como la de Marlene Dietrich, a la que el poeta amaba y la recuerda «fumando entre sus plumas en un café con nieblas de estación o de puerto». También recortaba nubes con su tijera azul hasta que le llegó la postal de una mujer desnuda y surgen los deseos.

Otro poema esencial relacionado con la ciudad es «Calle de Armas», de Antiguo muchacho. Comienza evocando el camión, más bien el carro de las gaseosas y los sifones que se repartían en la ciudad, junto a aguas medicinales. Recuerda el olor que salía de los patios antiguos de las casas, el sonido de las perdices enjauladas y la Virgen del Socorro. Era la hora en que se abrían los comercios, los torneros, las tiendas de tejidos, las barberías humildes, el olor a colonias y las brillantinas, así como las tiendas llamadas en aquella época de ultramarinos. Y llega el poeta al número 7 de la calle Armas en pleno mes de junio, que describe con una riqueza infinita. García Baena hace de lo cotidiano una auténtica obra de arte, con el empleo de un vocabulario rico y profundo que le da vida a un mundo de normalidad en cualquier ciudad de la España de los años cuarenta a los setenta y explica con naturalidad y sosiego: «Era el amanecer en la calle de Armas»...

Una de las debilidades de Pablo García Baena fue siempre su amor por la Semana Santa. Escribió muchos poemas y mostró siempre su atracción por la ceremonia religiosa del Barroco tan arraigada en Córdoba. Así, «Viernes Santo», de Antes que el tiempo acabe, es un poema de una profundidad y de una religiosidad muy generosa, aunque no le falta un cierto tono humorístico. Comienza evocando al cantante brasileño Roberto Carlos. Observa el Viernes Santo desde el Pretorio, del que dice que «está frío con el alba». Y a pesar de la religiosidad del momento no faltan risas, carcajadas y antorchas humeantes. Critica el sacerdotal desdén y esa contradicción entre lo religioso de la tradición y lo carnal de la fiesta de Semana Santa. El amor y la religión se cruzan, chocan pero al final forman parte de la vida, del hombre.

Un bello poema es el titulado «Plaza del poeta Juan Bernier», en el que hace una evocación al poeta, al compañero de Cántico. Dice que no desea hacer una necrológica, sino evocar la vida de un gran poeta, «cuando la vida era un vino fresco/y la entrega un cintillo de promesas rientes», buscando las tabernas más recónditas. Y termina el poema prometiéndole a su amigo bajar hasta su plaza esa noche sin luna y sin presagios.

El poema «Córdoba» está dedicado a Carlos Castilla del Pino, a raíz de un artículo que éste publicó en la revista Triunfo titulado «A quién pediremos noticias de Córdoba», explicando el deterioro progresivo de la ciudad. Pablo le responde con este poema en el que le recuerda que las piedras que amaba han sido destruidas, talados los cipreses y los arcos, caídos los capiteles y artesonados. Recuerda en su poema la destrucción y venta de parte de Medina Azahara: «y a la venta pusieron atauriques, teselas, surtidores, plata ilustre de ofrendas». Explica en ese dolorido poema que «no había más belleza en este mundo» y que todo se estaba destruyendo paulatinamente. De toda la belleza sólo quedaba ya «la letanía armoniosa de los nombres»: Muro de la Misericordia, Alcázar Viejo, Piedra Escrita, Hoguera, Cidros, Mucho Trigo. Y recuerda a los grandes personajes de Córdoba, desdeñados, tristes por la destrucción y el lamento de una situación irremediable: «Don Luis se alejó por la calleja,/el Duque miró el ángel dorado del ocaso,/volvió al baño Lucano y tus hijos...». Todo quedó en usura y avaricia y al final la denomina «oh flor pisoteada de España». Es, pues, uno de los poemas más tristes que se hayan escrito sobre Córdoba, reflejo de una realidad envuelta en una especie de «carnaval turístico» adornado de incultura y de desconocimiento. Para mi libro-antología Medina Azahara. El monte de la novia, publicado en Almuzara en 2008, le encargué a Pablo un poema e hizo algo especial, que rompía los tópicos. Se titulaba «El exilio». Era un poema breve e intenso, de esos que se salen de la línea común. En él habla de una ciudad palatina en la que sólo ha quedado el rumor. El suspiro impreciso del regato entre la hierba, junto al puñal que afirma el sangriento boato del poder. La evoca con la mirada actual, con el sosiego del paso de los días anodinos. Además de innumerables poemas que no se quedan fuera, dedica García Baena unos textos bellísimos en prosa a su infancia y a los patios. Por ejemplo, en Cantoral de otoño recuerda que vivió siempre en San Andrés, cerca de la iglesia que le da nombre al barrio. Y de ahí pasa al texto denominado Los patios, donde hace una evocación magistral de los patios. Hace una larga enumeración para recordar finalmente que toda Córdoba es patio, atrio de Roma, edén árabe, huerto judío: la Córdoba de los mayos felices.