‘La sombra de Buda’. Autor: Roberto Loya. Editorial: Polibea. Madrid, 2018.

Desnudar no es solo dejar lo esencial al descubierto, sino también señalar la mentira, lo que no perdura porque no estaba predestinado a ello. Uno se sumerge en los poemas de Roberto Loya y desde el comienzo tiene y mantiene sensaciones, y es bueno que se produzca este hecho, porque siempre es un paso hacia la emoción, hacia la certeza de la permanencia.

Dos fuerzas se encuentran en este libro: el pensamiento como algo no concreto y las imágenes, lo poético, como algo más concreto. En ese pulso, se va produciendo un desnudo, un aligerar peso de lo superfluo, lo que nada dice o aporta, con la voz señalando las incoherencias de nuestro tiempo. Entre ambos planos surge también un punto de encuentro continuo, un equilibrio, fundamental para que el poema prospere, y es ahí donde hallamos a Loya batiéndose el cobre.

Descubriremos poemas de distinto corte: unos que ponen el acento sobre la belleza como un reducto aún intacto frente al resto de cosas, y otros que se decantan por señalar desde el verso, esa parte de nuestra historia que no agrada escuchar, y de la que somos, aunque sea indirectamente, cómplices.

Bajo ese tono en apariencia suave, casi melodioso, subyace durante todo el libro un mensaje mucho más fuerte que el propio timbre de voz. Un mensaje sobre la perdición del ser humano, la transformación que ha ido sufriendo y que tantos cabos sueltos ha dejado en el camino.

Pero no todo es oscuridad o denuncia, también hay lugar para la esperanza, y momentos de lucidez dolorosa que nos sacuden con una descarga: «No hay dharma ni enseñanzas./Solo estás tú y el coraje de estar solo». Solo nosotros decidimos hacia dónde avanzar. Somos los dueños de nuestro destino, otras variables no nos ponen sobre la pista auténtica de la existencia y su sentido.

Desnudar mediante la palabra lo que palabra genera a través del tiempo y las continuidades, de las inercias que se nos marcan y que la voz no duda en cuestionar: «Abandonarse en este lluvia/Es llegar a creer en lo que dejamos de ser/Y hoy nos falta». Quemar todo para nacer de nuevo, y permanecer de forma más pura, menos contaminada: «donde hubo dolor,/no hay ahora nada./ Nunca hubo nada./Nunca habrá nada...». Avanzar con la certeza de que desvelar los secretos de la vida es una forma también de reencuentro con el ser y con el medio, de purificación de las almas, y no solo lo que se ve, sino lo que también se oculta; buscar la conexión con las cosas cuando ese lazo establece un diálogo, una empatía: «Se mecen en secreto/todas las cosas./La música respira agua...». Este juego es muy importante en el plano poético, necesario, imprescindible. Mostrar pero siempre dejar oculta alguna carta, sin perder de vista el hecho en sí, su vitalidad y movimiento, su significado: «Lo que no oye el canto/es el canto mismo».

Loya no se olvida de que las imágenes son imprescindibles para construir el corazón del poema: «Es invierno,/Y arde sola/La nieve ahora,/Y es inocente». Sabedor de ese detalle tan vital, esa proyección que nos dirige nunca pierde de vista que cuando la imagen aflora con estrépito, es mejor dejarle paso para que se deslice e impacte: «El viento en la calle/Y una pintada:/¡Ah! También las rosas/son desdichadas». En el lenguaje poético no se da la comunicación, sino la revelación. El autor nos deja esas revelaciones que trenzan vínculos con las cosas y con la sabiduría del instante, en la apuesta por lo vital: «El río se abre paso/Como un pájaro gigante/montaña abajo./La vida se purifica a sí misma». La idea de renovación es perpetua, una necesidad de limpiar lo de dentro y lo de fuera, en una negación también insistente que pone de relieve lo que sí está llamado a perdurar: «No va a morir, y será salvado/Cómo un pétalo de rosa/recogido de las aguas…». En busca de esa inocencia nueva -y en la confusión en lo que creemos ver- surge la claridad posterior, en la que la sombra no es oscuridad: «Todas las cosas miran/Pero muy pocos lo saben», con ese aire sanador, en la espera de que seamos árboles hallando la claridad entre la niebla.

El olvido frente a la idea de eternidad hallan la forma de cohabitar en el mismo espacio, aunque el presente siempre fluye como el ritmo a seguir, como la música que impera frente a lo de antes y a lo venidero y cuyo estribillo está cargado de verdadero sentido vital. Sin presente no se construye lo eterno, no hay posibilidad de ello: «El corazón baila en silencio/pero muy pocos lo saben». Roberto Loya comparte con nosotros las mentiras y las verdades, los anhelos y los secretos, las imágenes y su bondad, el pulso en una canción que no es otra mentira más, sino una mirada limpia que siempre parte de cero.