La barriada de San José Obrero, en la Fuensanta, cercana a Cañero, era en los años 70 el barrio de la izquierda progre, la que plantaba cara al último franquismo. Unas viviendas de cuatro plantas, sencillas y sólidas -aunque una vez volaron los tejados- con amplias zonas verdes. Para trabajadores y parejas en edad de procrear. Allí fui a vivir con mi familia mediados los 70, en la calle que flanqueaba lateralmente el barrio, de Cañero hasta la carretera que nos separaba del santuario de la Fuensanta. La calle se llamaba Paseo 18 de julio, nombre que contrastaba con los movimientos obreros, el abogado Rafael Sarazá y el lugar la Vaquería, donde daban recitales los poetas del grupo Kábila. Un día la placa en la que se leía el nombre de la calle apareció cambiada. Visto el hecho con los ojos de ahora, aquello fue la avanzadilla de lo que hoy llamamos memoria histórica. Por entonces las decisiones se tomaban en silencio, desde las bases, sin publicidad. ¿Y cuál fue el nombre elegido? Ni el de un comunista histórico, ni el del cantaor El Cabrero, ni el de un socialista de futuro. Lo que leímos en la nueva placa, al acudir a la escuela una mañana fue… Paseo Antonio Gala. Lo vimos con asombro y con júbilo. No sabíamos quién había propiciado el cambio, pero podíamos intuirlo. Aquel barrio tenía movimiento, curas de inquietud social, reuniones secretas y verbenas con certámenes de dibujo para la gente chica.

Eran los primeros 80. Poeta Antonio Gala: ¿quién no conocía su persona o su obra? Los remites de mis cartas quedaban más honrosos, y poca gente había que no hubiese leído a ese escritor también poeta y dramaturgo, amigo de jornaleros y de mujeres que se atrevían a ir contracorriente.

Había publicado mi primer libro, y cuando con el segundo gané el premio Juan Alcaide de Valdepeñas, le escribí a Antonio Gala pidiéndole un prólogo para mi Paranoia en otoño. Gala vivía entonces en Madrid, en calle Macarena 16, pero no conocía la existencia de su calle, que era mi calle. La carta que recibí fue para mí, la poeta que quería aprender, un gran regalo. Él quería saber algo más del porqué de su calle, de quién había sido la iniciativa, pero nadie comentaba o aparentaba ignorarlo. El nombre era incontestable. Era el cordobés culto que escribía y decía palabras eternas, un profeta para la transición.

El prólogo, que tituló «Un prólogo inútil», se extendía en tres páginas: «El mérito principal de este libro es su obediente inmediatividad, su vaciamiento, esa irracional prisa que desabrocha los signos de puntuación (...) Una locura contagiosa y contagiada ya. Entonó su magnificat. Recibió el ángel de la Anunciación. El Espíritu la cubrió con su sombra».

Por esos misterios de las ediciones, el libro no se publicó hasta dos años después, con la firma manuscrita de Antonio Gala, firma que reconocería entre mil, y que es una sucesión de líneas curvas de elegante factura, con dos líneas verticales hacia abajo, una en el centro y otra al final, como subrayando sus dos pies anclados en la tierra.

En esos mismos años patrocinó la Diputación de Córdoba el Primer Encuentro de Pintores y Poetas Cordobeses, exposición que se inauguró en julio de 1983 junto a la edición de un libro en el que se veía la reproducción de cada una de las obras pictóricas con el poema de cada poeta en página enfrentada. «La comunión, la hipóstasis de las artes», se leía en la introducción. «¿Qué si no aquellos bríos del Renacimiento que aunaran en la misma persona un pincel, un escoplo y una pluma de ave?». Antonio Gala aceptó también participar en esa iniciativa, coordinada por Miguel Cossano y por mí misma, y aparece en la página 48, acompañando su poema a un cuadro de Ginés Liébana. «Sólo sé que volvemos./La vida es un retorno a los confusos/centros, en donde Eurídice medita./Malheridos venimos/de muerte, caminando/a tientas por los lentos corredores/de esta larga agonía. El amor es/una manera triste/de sofocar el grito». Es un poema de Enemigo íntimo, el libro premiado con un accésit del Adonais en 1959, y que fue incluido luego en la antología que coordinó José Infante en 2016 con motivo de su proclamación como autor del año por la Consejería de Cultura.

Recuerdo haber visto, entre la niebla y como un deslumbramiento, su obra ¿Por qué corres, Ulises?, y el desnudo de Victoria Vera en el teatro Góngora, uno de los desnudos que anticiparon la movida cultural y artística de los 80. La obra se había estrenado en Madrid en 1975, con el consiguiente escándalo de las miradas conservadoras. Pero anteriormente también supe de Antonio Gala por Rafael Mir y por los poetas de Cántico. Y Concha Lagos me contó que nuestro poeta estuvo, si no entre los asiduos, sí entre quienes se dejaban caer de vez en cuando por su tertulia Los viernes de Ágora. Con ese gracejo tan cordobés y socarrón, decía que le mostró al poeta-escritor la diferencia entre «plantar» y «sembrar». «Aviado estarías si tuvieras que plantar trigo, grano a grano hacer el hoyo, y entrarlo, y enterrar la semilla. El trigo se siembra; un árbol se planta».

Antonio Gala fue leyenda desde que a los 14 años dio una conferencia en el Círculo de la Amistad, con éxito y complacencia de público, como en todo lo que hacía. Y un día me lo encontré en la consulta del doctor Francisco Sánchez de Puerta, en un cuadro que reproduce unas líneas del escritor. Sus palabras están allí, en un espacio, el pasillo de la consulta, donde no es frecuente colgar propuestas líricas. Habla de un duro día, y termina: «un atardecer viene a mi encuentro». Otro hito-leyenda era el discurso en la inauguración del I Congreso de Cultura Andaluza, en abril de 1978, en la Mezquita-Catedral de Córdoba, con el sello final de su autoría, famoso desde entonces, «Viva Andalucía viva». Un tema recurrente era el de su nacimiento, entre Córdoba y Brazatortas. Y Pablo García Baena lo explicaba así. Las señoras no querían dejarse ver si parecían deslucidas, como en esa época se consideraba un embarazo. Por eso, su madre se instaló en Brazatortas para dar a luz, pues la familia tenía casa allí, y allí permaneció unos meses con su hijo, hasta que volvió a su casa de Córdoba.

La casa de la calle Macarena acabó cerrándose cuando La Baltasara, en Alhaurín el Grande, copó las predilecciones de Antonio Gala, que más que vivir en la corte, prefería la vida del campo y el anonimato de un pueblo, aunque quizá también la relación con la sencillez y la sabiduría de la gente de la tierra, mano a mano en la naturaleza y la jornalería.

También en los mismos años 80, tan pródigos en propuestas varias, siendo concejal de Cultura Pepe Villegas, se había iniciado en San José Obrero el proyecto Alfar Frapa. Personas disminuidas físicas se constituyeron en taller para trabajar y rescatar los modelos de la cerámica califal, la encontrada en Medina Azahara de la época de Abderramán III. Modelar, cocer el barro, y posteriormente decorar, pero con los dibujos, modelos y colores usados en la época. La maestra, una joven japonesa afincada en Córdoba, de nombre Hisae Yanase, que ahora es sobradamente conocida como artista plástica. Aquello fue un entramado de ilusión, arte y esperanza, en la que trabajaban muchachas y muchachos, mujeres y hombres que encontraron allí el espacio sin barreras de que carecía la Escuela de Artes y Oficios. Y, con motivo de su II Exposición de Cerámica Califal, celebrada en abril en el Palacio de la Merced, le pidieron a Antonio Gala para el catálogo unas palabras de introducción y aliento. «De las manos de los humildes brota, a veces, la mayor hermosura. De las manos de quienes se salieron de la prisa y, fuera de nuestro doloroso tiempo, reciben más directamente la herencia del pasado». Era marzo del 84 la fecha que consigna nuestro escritor-dramaturgo.

Ahora Antonio Gala, desde su Fundación, andaluz de Córdoba por genealogía cuanto por amor y elección, resume y reúne universalidad con creación y destino, convivencia en la diversidad, trayendo otra vez a la luz la comunión gozosa de las artes y las letras.