‘Necesito una isla grande’. Autor: Rafael Soler. Editorial: Contrabando. Valencia, 2019.

La editorial Contrabando publica la última novela de Rafael Soler, que parece que cae como una losa en nuestros sentidos. Son las palabras diagramas que van componiendo un extraño mundo donde los seres que lo habitan van manifestando su asombro ante el periplo vital. Con el título Necesito una isla grande, Soler nos pasea por seres heridos como el Pulga, que muere al empezar la novela, personaje «con sus tirantes de pala ancha, y su álbum de sellos de la isla Guadalupe, y sus ataques repentinos de tristeza». Vive y respira en la novela personajes abrigados por la nostalgia, seres cosidos con la melancolía. Panocha que tiene un cuarto donde vive el Che Guevara y Ho Chi Minh, lo miran y descubren en este ser la melancolía del ausente, que se hace ver solo si lo miras de perfil: «Buscó Panocha en el armario sus cuatro máquinas antiguas, compradas de saldo cuando el oficio de linotipista daba para ello». Para Carmina son bonitas, porque añora esos años en Lyon, en un octubre antiguo, donde todo cabía en su cabeza y su memoria.

La virtud de Rafael Soler es dar a los personajes un pasado de ecos que van dejando en el presente, en descripciones que parecen brochazos de luz, en la comisura de una sombra que todo lo ahoga. Como Tomás, que es descrito en su desnudez, porque Soler es entomólogo, mira a los personajes desde fuera para dentro y cuando los tiene en sus fauces ya los deja caer para que sean de todos nosotros: «Optó Tomás por salir del baño en pelota picada, al aire las impúdicas canas del escroto, caído el miembro que decían viril, digno en el envase que el doctor había desechado y él pensaba conservar, con tos, y un cuchillo grande sajándole por dentro, pero vivo».

Son seres abiertos a la luz de una ventana, donde los miramos, son espejos nuestros que Soler analiza y lo hace con un lenguaje siempre sorprendente y lleno de adjetivos. La novela va caminando, sin que yo desvele su argumento, porque leerla supone un acertijo que tenemos que ir descubriendo, como las capas de la piel de esos seres que Soler nos regala como fogonazos de verdades.

Da un paso más Soler a su ya minuciosa narrativa, esa que nos dejó desde El grito, una narrativa que busca y cuando encuentra se nos echan encima sus dudas, sus quimeras, porque Soler es el ventrílocuo que los hace hablar para que vivan para siempre en nosotros. Quizá el título tiene que ver con lo que necesitamos, más espacio, más apertura, ahogados siempre en las convenciones y en las sombras de una vida que nos niega el abrazo. Una novela de nuevo sorprendente de Rafael Soler.