«Yo de Córdoba, no nos engañemos». Córdoba, la siempre soleada, donde la luz se detiene y se acomoda; donde el calor, como una tiara, triunfa sobre lo oscuro. Palabras de Antonio paseando por las «calles que fueron hechas/para andar muy despacio/detrás de la sorpresa». En marzo de 2012, la Asociación Colegial de Escritores de España, sección autónoma de Andalucía, hacía entrega del III Premio de las Letras Andaluzas Elio Antonio de Nebrija a Antonio Gala en el Teatro Góngora de Córdoba. En la solemnidad de este acto, flanqueado por las autoridades, agasajado y aplaudido por cientos de cordobeses que no quisieron perderse la ocasión de ver, saludar y escuchar al polifacético y brillante escritor, Antonio Gala pronuncia estas palabras sentenciosas: «Cuando yo muera, mis cenizas, junto con las de la dama de otoño, servirán para fertilizar los jazmines que hay en la Fundación, (...) yo me quedaré en Córdoba». Antonio respiraba este emotivo y caluroso homenaje, ya acuciado por la grave enfermedad y la presentida cercanía de la muerte, que tiene todavía prohibido visitarlo. Nos fascinaba seducidos por la magia de su singular acento, su inteligente discurso y la fértil ironía que lo distingue por muy ardua que haya sido y siga siendo la versatilidad de la existencia.

En aquella noche se pronunciaron palabras que aún resuenan como llama viva, palabras que revelan cómo Antonio lleva a Córdoba, por el mundo entero, prendida en su corazón. Y este fervor de Gala por Córdoba lo devuelve Córdoba en admiración y cariño, en orgullo de saber que Antonio es imperecedero como lo son Séneca, Góngora, el duque de Rivas o Pablo García Baena. Porque cómo no agradecer esa pasión que Gala siente por esta ciudad que ha sido gloria, luz y ornato del mundo, esta ciudad a la que han cantado poetas de tantas generaciones, de tantos rincones de la Tierra. Antonio ha revelado su pasional talento componiendo versos inolvidables a Córdoba, su sierra, la Mezquita, a Medina Azahara; versos que fulguran en su Testamento andaluz (1998); versos que quedaron flotando en el aire aquel día fausto en que Gala vibró de emoción sincera: «El olvido no existe. La belleza/se añora sin cesar y se persigue:/memoria y profecía de sí misma./La belleza es un sino, lo mismo que la muerte».

En el poema «Sierra de Córdoba», Gala rememora los días de la infancia: «Teníamos once años,/y la palabra abril significaba/igual para los dos...». La evocación de Córdoba ha alumbrado siempre la palabra poética de Antonio Gala, vinculada a cuatro nociones de resoles intemporales: amor, belleza, soledad y muerte. Como afirma Rodríguez Jiménez (2001), en los primeros versos de Gala se identifica claramente la obsesión por la belleza, universal, abarcadora, indefinida que adquiere en su ambigüedad un tono reflexivo, senequista, filosófico: «Puede el amante/dejar de amar, pero, ay, amará siempre/el tiempo en que amó:/cuando, al amanecer,/cabía el mundo entero/dentro de una mirada». La belleza es un sino así como la muerte, un refugio en vida que lo libera de la soledad y hasta del amor, con razón o sin ella, tantas veces más dolorido que ameno. En palabras de José Infante, amor y soledad serán los amigos-enemigos de aquel niño que recorría Córdoba deslumbrado y se sorprendía de por qué el mundo devenía hostil, oscuro, intolerante «que se amen los extraños/fuera de aquí, donde era blanco el luto/y el corazón del mundo palpitaba...».

Tampoco Gala ha ocultado nunca la predilección por los poetas de Cántico. Su admiración hacia el grupo pasa por un evidenciable influjo de sus componentes, trampolín desde el que se lanzaría respetuosamente al aire pleno y libre del poema. Gala declarará que lo enseñaron a percibir que «Andalucía era un modo de ser y la poesía una vía de conocimiento», porque Antonio sigue afirmando que solo Andalucía lo motiva para entender la vida y comprender el mundo. Gala publicará en 1956 uno de sus más acrisolados poemas, con el epígrafe «Córdoba», en la revista del grupo: «Resucitar, resucitar y verte, oh nativa ciudad de la Belleza, por la que a solas y en silencio vagan tiernamente enlazados los amantes». Amor y belleza siempre presentes como estelas de luz en la ardida mirada de Antonio. Belleza y amor, como afirma Ana Padilla, para pervivir en la lucha contra la friable consunción del tiempo y el fatídico sello de la muerte. En Gala resuena como un grito la Elegía a Medina Azahara (1957) de Ricardo Molina, una especial cosmovisión del mundo donde se concitan sin fricción lo individual y lo colectivo, la leyenda y la historia, el amor y la destrucción: «Morena está la Sierra/en que nevaron los almendros,/a cuya fiesta la muerte/no fue nunca invitada». En el poema «Medina Azahara», Gala se debate entre el esplendor y la ruina, la infinitud y la ipseidad, el acuerdo tácito que vincula y enfrenta a todos los hombres y mujeres del mundo, la enemistad entre lo perdurable y lo efímero, el vigor de la frágil hermosura y el eviterno goce del instante: «Ven conmigo a destruirte/en un jardín de ruinas./Que aprendan los humanos:/majestad infinita no la hay,/ni infinito es su amor,/ni infinitas las pruebas de su amor». En Sonetos de la Zubia, Gala revalida el ardor que lo conmueve por Medina Azahara, la herida, el silencio, la soledad, «la abrasadora boca del olvido/que duele allí donde el dolor termina». Este sentir preterido del ubi sunt elegíaco también se escucha como una plegaria por la ciudad de Córdoba: «Hoy vuelvo a la ciudad enamorada/donde un día los dioses me envidiaron./Sus altas torres que por mí brillaron/pavesa sólo son desmantelada.//De cuanto yo recuerdo ya no hay nada/plazas, calles, esquinas se borraron (...)//Dónde pudo perderse tanto ruido/tanto amor, tanto encanto, tanta risa/tanta campana como se ha perdido». Quizás lo salva, adherido a la piel, broquel de Córdoba, «sola en el corazón», la figura del ángel Rafael que adquiere una dimensión capital en la obra poética de Gala. El poema de Tobías desangelado es un arrebatador alegato del amor frente al desamor, de la amarga memoria, el dulce olvido.

Y siempre la palabra, el único asidero frente al contrario proceder del mundo, ese poder anímico que todo lo ilumina o lo oscurece, el vigor omnímodo que clama bajo la piedra y restalla clamoroso bajo el más abstruso silencio: «Mi palabra tremola, dentro y fuera,/ igual que una bandera verde y blanca». En el poema «Mezquita de Córdoba», se desanuda un clamor aterido, siempre a punto de estallar y encadenado: «Se encarama la voz por las columnas;/llueve, desde los arcos, sobre el pueblo./Mía solo la voz; el resto, suyo./También suya mi voz, y de los dioses,/en el lugar sagrado/donde aprendió el poder a inclinar la cabeza». Antonio Gala aspira a sentir y a ser sentido. La depuración de su lenguaje radica en la capacidad intensiva de mostrar lo que hierve bajo la epidermis. Gala es un romántico y su palabra liberadora alcanza a todo aquel que refrena su paso presuroso y contempla la sobria arquitectura de un santuario que se yergue sin tiempo para atender la súplica de todas las plegarias: «La queja del almuédano/sobrevuela aún el río, la ciudad,/el tiempo, la gracia y la desgracia,/el obstinado deseo de vivir...». Hombre y paisaje, imbricados, fundidos, casi transfigurados sacramente, anuncian el mensaje; son embajada generosa de lo que el amor proclama, el íntimo mester de los amantes que propagan la libertad, la paz, el paso franco de todos por la puerta abierta de la vida sin cerraduras, leyes, aduanas, portillos, centinelas, cerrojos o candados: «Fuera, la tarde con su rumor erecto,/el ciprés y el naranjo fraternales./Dentro, el aire espeso y cálido,/como una alcoba en que se ama;/y la radiante llave de la vida». Y siempre Córdoba, «la siempre soleada,/la siempre echada de menos,/cumbre alta, río claro, sed mía,/infancia mía». Y siempre, eternamente, Antonio Gala.