Nacido para escribir, Antonio Gala es un gentil y airoso iconoclasta, un ángel maculado. Ha atravesado décadas y décadas dejando en lo undoso de la arena su huella siempre fértil, plagada de nostalgia, tachonada de sueños. Nada ni nadie puso mordazas en su boca cuando todo eran mordazas. Se mantuvo firme, displicente o dandi, ante los halagos y tras los agravios. Y no dudó un instante en proclamar el miedo que las gentes trataban de ocultar en la sombra. Un extraño prodigio de sabiduría, su palabra irradia con luz propia sobre toda tiniebla. Córdoba debe convertirse en legataria de una Fundación que va sembrando de talentos la geografía de España, dignos herederos del arte de su fundador que tuvo siempre claro su destino frente a todos aquellos que le negaron o concedieron a regañadientes los méritos a los que, con tanto denuedo y justicia, se ha hecho acreedor. Aún no es tarde porque, a sus noventa años y aislado en su soledad, sigue siendo fiel a aquel enemigo íntimo que convirtió en heroico lo que pudo haberlo abocado a la tragedia.