Sobre el rústico suelo del salón descansa la restaurada máquina de coser Alfa. Esa que, terca e insistentemente, pregonabas a los cuatro vientos tenía que ser para mí. No la he utilizado. Nunca he sabido manejarla. No he sido lo suficientemente paciente ni habilidosa para aprender a pespuntear esos variados y coloridos carretes de hilo sobre las suaves telas de seda, lino y organdí, pero la observo y te sigo viendo ahí, sentada, con tu vista cansada, con el balanceo de tus grandes y rudos pies sobre el amplio pedal, con tus fuertes y campesinas manos meciendo el tejido para que ninguna puntada cayera fuera de su lugar.

No he heredado grandes joyas de plata, ni de oro, ni rubíes, pero sí guardo como el más grande de los tesoros esas puras e inmaculadas sábanas blancas bordadas, en la penumbra de la noche, con esa vetusta máquina que ahora descansa, con tu recuerdo, sobre el confortable salón de nuestra casa.