Los últimos años de la vida de María José Díaz Ruiz han venido a ser como una alegoría de su propia afición, la fotografía. Su trayectoria, su cotidianeidad monótona y grisácea ha devenido en un trasiego diario, una entrega a la actividad altruista y una dinámica cotidiana llena de color y matices. Es, como decimos, la metáfora de la evolución de la fotografía del frío blanco y negro del cuarto oscuro a la vertiginosa velocidad de la imagen digital que no deja de sorprendernos.

Algo así es lo que ha experimentado esta ama de casa cordobesa, de Posadas, que desde hace algo más de un par de años reside en Camboya. Su vida ha dado un giro de ciento ochenta grados y se ha cargado de emociones, vivencias y situaciones que jamás pensó que podría conocer. Y eso que su trayectoria tampoco es que haya sido un camino de rosas. Más bien al contrario.

María José Díaz Ruiz nació en Posadas en 1964 en el seno de una familia trabajadora, por lo que, como era habitual en aquella época, vivió varios episodios de emigración. Por eso salió y regresó varias veces a su localidad natal, pasando por Cataluña, Galicia o Extremadura. En Galicia construyó su nueva familia junto a un hombre de la mar. Un hombre que, como consecuencia de un naufragio, desapareció en el océano, lo que dejó a María y a sus dos hijos a merced de los trabajos que ella podía hacer, ya que no pudo cobrar su pensión de viudedad hasta pasados cinco años, en que la dieron oficialmente por viuda.

Hasta entonces, María ejerció de limpiadora y de cocinera, entre otras muchas cosas, hasta que por fin recibió su merecida pensión. Con esos recursos, cuenta, inició una nueva vida en la que la formación fue su principal aliciente. Amante de la fotografía, aprendió la técnica y algunos programas de edición, lo que le permitió dar una nueva orientación a su vida profesional. Poco después, con algunos ahorrillos, decidió hacer un viaje de placer y optó por Tailandia, un lugar del que, cuenta, quiso regresar apenas puso un pie en el suelo, pero que, sin embargo, acabó cautivándola.

De Bangkok pasó a las islas Ko Phangan, donde conoció a una amiga, Tá, que le acabó de enseñar aquellos paradisíacos lugares. Tras renovar su visado, a los tres meses de su llegada, decidió desplazarse hasta Siem Riep, en Camboya, país, por ahora, en el que parece haber fijado su campamento de una manera un poco más estable.

Explica que desde el principio se enamoró de Siem Riep "una ciudad rodeada de jardines y pagodas", donde se encuentra el templo de Angkor. Y, aunque comenta las enormes diferencias existentes entre su Córdoba natal y Camboya, recuerda que tanto allí como aquí ocurrió en su momento, conviven tres religiones, budista, musulmana y cristiana. En su entorno, a escasos kilómetros, se pueden encontrar tanto complejos turísticos de lujo como humildes poblados de pescadores y plantaciones de arroz. Señala María que aunque se adaptó bien, fue en la alimentación donde se topó con sus primeras dificultades, ya superadas a fuerza de la costumbre: "Aquí la alimentación es muy variada, se come de todo, pescado, mariscos, vaca, cerdo y una gran cantidad de verduras y frutas que nunca había visto, pero también se come gato, perro y serpientes. Yo he comido perro, aunque no supe lo que era hasta el día siguiente, pero estaba bueno. Gato no sé si habré comido, posiblemente, pero serpiente estoy segura de que no, ni cucarachas, arañas o saltamontes". Y explica que, como toda la comida allí es muy picante, el arroz es el que pone el equilibrio al consumirse hervido. No obstante, asegura que cuando le llega la morriña por la comida de su tierra, "me voy al mercado y me la cocino yo misma".

Sobre los camboyanos, María cuenta que son "más pobres que sus vecinos tailandeses, aunque sus costumbres son parecidas, tienen una identidad propia que por eso me gusta más". Una de las cosas que más trabajo le ha costado asimilar y, quizás por eso es en la faceta donde ella ha encontrado su razón de ser allí, es en la enseñanza. "Aquí la enseñanza es muy pobre, son muy pocos los niños que van a la escuela, pero también hay padres que trabajan todo un día entero solo para poder pagar el colegio de sus hijos", unos niños a los que define como curiosos e inteligentes, "que ya empiezan a hablar inglés".

Actualmente, la malena María Díaz vive en Sihanoukville, una población situada al sur, en la costa, en un residencial donde hay familias extranjeras y también khmer y su tiempo lo ocupa como voluntaria, porque vive allí de su pensión española, yendo "allí donde me lo piden y doy clases de emisión de radio streaming o de adobe photoshop", sirviéndose para ello "del poco inglés que chapurreo". Con ello, cuenta, "vivo aprendiendo de ellos, de sus costumbres, de su cultura y ellos aprenden de mí. Aquí soy feliz, con lo poco que tengo me apaño", pues ha pasado de una vivienda con varias habitaciones en España a una habitación con aseo y una minúscula cocina, que se complementa con un "jardín enorme, comunitario con árboles frutales, mangos, cocos y bananas".

Su vida, dice María, ha cambiado radicalmente, y eso que está lejos de sus hijos, con los que habla a diario por Facebook o Skipe y de sus familiares de Posadas, con los que sigue en contacto, porque nunca pensó que su corto bagaje cultural y académico pudiera aportar algo a los demás. "Aquí me dijeron --en en la Fundación Don Bosco-- si tú sabes hacerlo, pues explícalo y así fue como me enfrenté por primera vez a unos cuantos jóvenes de entre 18 y 20 años", algo que, explica, es lo que por el momento la tiene anclada, muy cerca del mar, a una tierra hermosa y lejana en la que intuye, al otro lado de las olas, su Andalucía natal, el lugar al que no descarta volver en algún momento, pero que, por ahora, como el horizonte, no ve cercano.