Sergio pregunta si hay enchufes libres. Es de lo primero que hace al llegar a la asociación Ariadna, en el barrio de Moreras, donde trabajan la reinserción de presos. Sergio pone su teléfono a cargar porque va a pasar todo el día en la calle. Es viernes y acaba de salir del Centro de Inserción Social de Córdoba (CIS), donde ya lleva cuatro meses. Aquí afronta el último paso de una condena de tres años. Entró en prisión en el 2018 y ahora, con 34 años, se ha encontrado un mundo completamente diferente. El tránsito de la cárcel a la calle, ya de por sí complicado, se vuelve tortuoso por la pandemia. Para Sergio, aún hay un agravante más: no tiene familia. Camina sin rumbo claro, sin paraguas, con una simple bandolera y mirada penetrante. ¿Adónde irá? ¿Qué ve? Por el momento, con un tercer grado que le posibilita salir a diario del centro, pasa los días improvisando rutas y planes. Para una persona que no conocía la sociedad del covid, el impacto ha sido desproporcionado.

«Al principio me parecía todo exagerado porque en la cárcel hay medidas, pero no eran tan exigentes como en la calle. Estábamos en el patio juntos y en la celda, a poca distancia», relata.

La asociación es su único refugio. Allí se encuentra con el cariño y la complicidad de Prese, una de las trabajadoras sociales. «Lo normal es que una persona que está en el Centro de Inserción Social tenga algún familiar o allegado que le haga la acogida cuando salga, ¿pero qué pasa con los que no son de aquí o no tienen ningún allegado? -se pregunta Prese-. Permanecen en el CIS como si fuera su casa, lo que dificulta que creen redes, y hace que se sigan sintiendo como internos y no como parte de la sociedad».

Sergio sabe sufrir.

Con 25 años tocó fondo. Perdió a su novia, su casa y su empleo, y decidió dejar Sevilla, donde ya vivía en la calle. «Si no das el paso, nadie lo va a dar por ti». Se fue a Francia con una mochila, una manta y 27 euros, a trabajar en una campaña de recogida de flores. En una libreta iba apuntando cómo creía que se escribían las palabras que escuchaba. No sabía nada de francés. Por las noches buscaba un sitio donde sentirse seguro. «En Nantes estuve durmiendo en un aparcamiento».

Sergio sabía que iba a acabar en la cárcel. Lo supo cuando empezó a salir con una chica, de vuelta a España. «Si te quedas con tu pareja en la calle, dormir no duermes, y no podía permitir estar así. No lo justifico, pero era una situación muy extrema que no sabía cómo afrontar, era más hermético, no sabía pedir ayuda».

Al entrar en prisión tuvo clara una cosa: «No quería estar perdiendo el tiempo en un patio». Así que empezó a trabajar: preparaba aulas para talleres, ponía mesas, repartía raciones, limpiaba, desinfectaba... «También empecé a dibujar y a escribir reflexiones personales». Y aceptó que Ariadna le incluyera en un itinerario individualizado para dejar el consumo de sustancias.

La pandemia de coronaviruspandemiade coronavirus cortó la comunicación y sus progresos. «Hay algunos programas que se han terminado -anota Prese- y la Junta de Andalucía ha quitado un 86% de subvenciones destinadas a la reinserción de personas reclusas y exreclusas». Más de una veintena de entidades sociales han denunciado lo que consideran «un recorte sin precedentes, al pasar de casi 700.000 euros en el 2019 a 93.000 en el 2020».

Sergio también hace sus cuentas, imaginando cómo será su vida si en unos meses obtiene la libertad condicional, que vendrá acompañada de una prestación de excarcelación de 426 euros. «Pero a lo mejor te tarda en venir dos meses», apunta. «En ese periodo -añade Prese-, a la vez que la estás cobrando, se podría trabajar con la persona para que en el menor tiempo posible pudiera vivir de forma digna. La ayuda debería complementarse». «O hacer algún taller de formación -le responde Sergio-; es que con eso no haces nada. Todo es más fácil cuando tienes una habitación, un domicilio, que te puedas cocinar y hacer tu compra. En una casa puedes vivir con 30 euros a la semana».

Alberto, que estuvo más de 15 años preso pero ya lleva cuatro sin pisarla, también se deja caer por la asociación cada semana. Cuando mira a Sergio, tiembla. «Yo no sé qué hubiera hecho si me toca salir con el virus. Cuando yo salí era verano y me fui a Mallorca. Trabajaba y dormía en la playa, así un mes, hasta que encontré un piso, pero eso ahora no lo podría hacer».

Los cambios por la pandemia

Todo ha cambiado, incluso los gestos. «En la calle noto que la gente es mucho más fría, más distante», lamenta Sergio. A las nueve de la mañana coge su móvil de la taquilla y sale del Centro de Inserción Social, situado en el polígono de Las Quemadas. «Los hacen muy lejos de todos los servicios, retirados de la ciudad, y tiene que pasar una autovía, coger un autobús, y eso requiere un dinero, y si no quieres estar todo el día en el CIS sin hacer nada, tienes que comer fuera, ¿y dónde comes? No es solo el no tener quien te arrope, sino estar viviendo casi al día para ver qué haces».

Sergio habla con voz pausada, sin elevarla, elegante. “Yo me he pegado mucho tiempo en la calle y quiero tener un hogar, y poder dejar mis cosas... Casi no me acuerdo lo que es tener mi armario».

Esa sensación la rememora Alberto. «Cuando llevas tres o cuatro años seguidos en la cárcel ya ni sueñas con la calle. Yo soñaba con la cárcel; la calle, como que se te olvida. Y si algún día sueñas con ella, lo flipas». «Yo quiero tener un perro», observa Sergio. «Necesito un trabajo ya -continúa, más serio-. Pero con la etiqueta que tenemos y los recortes en los puestos de trabajo, se me está complicando. Y no puedo esperar más. Me salió un contrato en Ceuta, pero por la pandemia no pude ir». A las siete y media coge el autobús de vuelta. «No me rindo, pero estar todo el día en la calle no es productivo».

Prese recuerda en qué condiciones salen los presos a la calle: «Su red de contactos va a ser los buenos compañeros que puedan encontrarse en prisión, no han tenido otra posibilidad, así que les estamos pidiendo una reinserción, pero no les hemos facilitado que se produzca. La gente dice: ‘Salió de prisión ayer y ya la está liando’, pero nadie se pregunta si le ha sido más fácil irse a consumir, porque no hay forma de soportar esa sensación de salir y no tener absolutamente nada».

Son las tres de la tarde. Empieza a llover.

- En un día tan frío como hoy, ¿dónde te vas a meter, Sergio?

- No sé, tendré que improvisar.

Se coloca sus cascos y aguarda en un soportal escuchando música. «La música me evade, me bloquea los pensamientos chungos. Tengo que evitar pensar: ‘Esto es una mierda, voy a consumir’, y si lo piensas, tienes que ganarle a ese impulso».

Sergio intenta sonreír para la última foto.