Ayudar al prójimo, al que lo está pasando mal, sacrificar parte del tiempo libre para dedicarlo de forma altruista a quien necesita un poco de aliento es una práctica saludable que quizás debería estar recomendada por la OMS, ya que además de tener beneficios sociales, parece que une a las familias y llena de buen rollo a quienes lo practican. En Cruz Roja Córdoba saben bien del efecto contagioso del voluntariado y acumulan ejemplos de todo tipo que se han multiplicado a partir del confinamiento, cuando muchas personas tomaron conciencia de la gravedad de la situación social.

En casa de Rafaela Gil, la cosa viene de largo. Ella llevaba tiempo queriendo ser voluntaria. Un día, viendo la tele, se enteró de que en Córdoba había una unidad móvil (UME) que salía a ayudar a las personas sin hogar. «En ese momento, supe que eso era lo mío», asegura. Sus hijos ya eran mayores y empezaba a tener tiempo para dedicar a otros menesteres, así que se fue a Cruz Roja y se hizo voluntaria. «Cuando mi marido me vio tan entusiasmada, decidió venirse conmigo y también se hizo voluntario», explica. Desde casi dos años, salen una o dos noches a la semana para atender a las personas que están en la calle. «Mis hijos nos preguntaban mucho cuando volvíamos a casa ¿vais a volver a ir?», relata Rafaela, «hasta que les pregunté yo a ellos que por qué ese interés y me dijeron que nos veían tan bien cuando llegábamos que merecía la pena que fuéramos voluntarios». Pero la cosa no quedó ahí. Cuando su hija cumplió 18 años, quiso acompañar a su madre. «Salió un día y desde entonces sigue saliendo», indica. Según Paloma, que ahora tiene 19 años, «era verdad lo que contaban». Solo quedaba por unirse Miguel, que acaba de cumplir la mayoría de edad y se está preparando para unirse en labores de apoyo administrativo.

«Nuestra función es escuchar, acompañar y dar cariño a las personas que están en la calle, hacerlos visibles», dice Rafaela. «Desde que empezó la pandemia, hay más personas en la calle que antes y su estado de ánimo cada vez es peor», añade. Según su experiencia, «hay personas que jamás pensarías que acabarían en la calle, hay historias de todo tipo». La mayoría tienen algún problema de adicción, pero, según ella, «en muchos casos no se sabe si están en la calle por ese problema o si la adicción fue un problema al que llegaron por estar sin hogar». Rafaela y su hija aseguran sentir «mucha empatía hacia esas personas» a las que consideran «amigos, con los que nos gusta charlar». Desde que es voluntaria, ha visto a dos personas salir de la calle. «Uno era un empresario que ha vuelto a montar una empresa y ahora tiene una pareja», explica. «A otro lo ayudamos para que ingresara en un programa contra su adicción al alcohol y ya está fuera y lleva una vida normal», precisa. Compartir la experiencia del voluntariado ha dado un plus de unión a esta familia «y ha enseñado a mis hijos la realidad de la vida, que hoy estás aquí y mañana no se sabe dónde acabarás».

Francisco José Palomino, Beatriz y Almudena son tres hermanos músicos cordobeses que coincidieron en Córdoba durante el confinamiento. «Cada uno estábamos en una punta de España estudiando y trabajando, pero, cuando nos vimos aquí los tres, decidimos hacer algo», recuerda Francisco, estudiante de viola en Aragón. La primera en dar el paso fue Almudena, maestra de música en Jaén, nada más acabar el confinamiento. «Hizo un curso por vía telemática y se incorporó al servicio que se encarga de derivar las ayudas económicas, de alimentos y empleo a los usuarios de Cruz Roja en función de sus necesidades. Al ver a Almudena, los hermanos pequeños decidieron unirse y los tres han pasado el verano colaborando. Beatriz, maestra de música en Pamplona, ayudó en las derivaciones de las tarjetas monedero y Francisco estuvo con ella y en Atempro, con las víctimas de violencia de género. «Ser voluntarios juntos nos ha unido aún más y nos ha enseñado a entender al otro, a ponerte en su lugar; yo recomendaría a todo el mundo probar porque es algo de lo que aprendes mucho y que engancha», afirma Francisco.

Los Mkhitaryan, armenios refugiados en Córdoba tras huir de Georgia, han compartido esa misma sensación. Irina y Eduard son hermanos y llevan viviendo en la ciudad dos años. «Durante el confinamiento, sentimos que debíamos ayudar a la gente que lo estaba pasando mal», explica, así que acudieron a Cruz Roja para ofrecerse como voluntarios. «Nosotros recibimos ayuda cuando solicitamos asilo en España y queríamos devolverlo ahora», indica Irina. Ambos colaboran desde entonces dando apoyo administrativo a Cruz Roja y, además, ella ayuda a los refugiados y él sale por las noches en la unidad que atiende a las personas sin hogar. Su primo Hovanes, armenio procedente de Georgia como ellos, no quiso perder la oportunidad de colaborar también y se unió a las labores de apoyo administrativo, que generan un trabajo ingente a la organización, sobre todo en tiempos de actividad frenética como la que se vive ahora por la crisis del coronavirus. «Empezamos en junio y seguimos; nos encanta ayudar a la gente», dice Irina, que en su país trabajaba en atención al cliente de una tienda de muebles y ahora lo hace en un McDonalds. «Cuando hablo con las personas refugiadas me siento muy identificada con ellos porque hemos pasado circunstancias parecidas y sé que los puedo entender», afirma convencida del poder de la empatía.

Cuando llegaron a España, junto a sus padres, no sabían nada de castellano: «El cambio fue muy brusco, cuesta acostumbrarte a hacer una vida lejos de tu tierra, pero creo que esta experiencia nos ha servido a los tres». Hacer el camino juntos ha servido también para acentuar los lazos de familiares que ya existían. Todo son ventajas.