El mundo está lleno de héroes cotidianos, personas que son ejemplo de superación y cuyas historias merecen ser contadas aunque a veces pasen desapercibidas. Pepe Díaz es uno de ellos. Desde hace 15 años, convive con un tumor cerebral que marcó un antes y un después en su vida y que, lejos de hundirle, le confirmó lo que él ya sospechaba, que cada segundo cuenta.

Pepe nació hace 58 años, el 15 de junio de 1960, y se crió en el Sector Sur, en la calle Cañete de las Torres. No tuvo tiempo de conocer a su padre, que falleció cuando él tenía solo tres años. «Yo era el pequeño de tres hermanos cuando murió y mi madre se fue a Francia a buscar trabajo, nosotros nos quedamos en un hospicio donde duré seis meses, aquel lugar era aterrador, las monjas nos pegaban, y mi abuela me sacó». Su madre no tardó en volver. Viuda y sola, en un país extranjero, fue incapaz de soportar la tristeza de estar lejos de sus hijos, así que se lio la manta a la cabeza y montó un quiosco en Córdoba, con el que consiguió sacarlos adelante.

Él no era buen estudiante en sus años mozos. «Me distraía mucho, me gustaba jugar con los amigos en la calle», recuerda con la sonrisa abierta, «con 13 años, empecé a trabajar en una papelería y un año después, con 14, mientras trabajaba, me saqué el Graduado». Aquella papelería se convertiría en filmoteca de Súper 8. «Allí aprendí a ensamblar películas, las alquilaba y yo mismo iba a los sitios a proyectarlas», recuerda. Fueron años de escuchar mucha música, sobre todo, rock, pero también flamenco y otros géneros. «Eran tiempos duros, al lado de casa había un foco grande de droga y mi madre me animaba a comprar vinilos, a ir al cine con el dinero que ganaba, con tal de que no estuviera en la calle».

Cuando cumplió los 17, se fue voluntario a la mili. «Fui convencido de estudiar la carrera de militar, pensé que sería una aventura, pero, después de un año, siendo cabo primero y cobrando 33.000 pesetas, que era un sueldo bueno para la época, me salí, había muchos militares amargados que pegaban a la gente», relata, «mi madre estaba sola y lo dejé, además me di cuenta de que para mandar yo no sirvo», dice tan convencido de ello como de que cada día sale el sol. Su hermano, que era Policía Local, le animó a presentarse a las oposiciones y, con 19 años, sacó la plaza. «Me llamaban el Nene por la cara de niño que tenía», confiesa sincero, «estuve siempre en tráfico, con las motos, que han sido una de mis pasiones toda la vida, desde crío, tuve la primera con 16 años». Cuando le pregunto si ponía muchas multas, se echa a reír. «Yo lo pasaba fatal», confiesa, «a veces me mandaban a una calle a multar y volvía con una o dos en vez de veinte o treinta, que era lo normal, prefería mediar para que quitaran los coches».

Con 22 años conoció a su mujer en Córdoba, una profesora de danza. Haciéndole fotos descubrió la fotografía. Su afición no dejó de crecer, lo que le llevaría con los años a cultivar la técnica, el retrato, a ser miembro de Afoco y ofrecer exposiciones. Corazón de oro, autodidacta y curioso, su inquietud siempre le ha hecho explorar nuevos caminos, a ir detrás de lo que le emocionaba sin más pretensión que disfrutarlo. Esa inquietud le llevó a renunciar a su plaza de policía para pasar a la Televisión Municipal como funcionario cuando surgió la oportunidad. «Esos fueron mis mejores años», asegura sin el menor atisbo de duda, «cobraba menos, pero me encantaba el trabajo, en la Policía tengo grandes amigos, pero llegó un momento en el que no me sentía realizado, trabajar en la televisión me abrió a otro mundo», asegura, «era feliz».

Durante 16 años fue cámara de la TVM, durante la época dorada de la cadena municipal. Pasaba su mejor momento cuando el 11 de noviembre del 2006, con 43 años y dos hijas pequeñas, su vida dio un giro inesperado. «Iba a llevar a mi hija al colegio, la estaba esperando cuando me caí al suelo y empecé a convulsionar», relata, «yo siempre he sido muy bromista, así que empezó a decirme ‘papá, papá, vale ya con las bromas, vale ya...’ hasta que se dio cuenta de que aquello no era una broma», continúa, «ahí entré en coma».

En el hospital, los neurólogos creyeron en un primer momento que había sufrido un derrame cerebral. «Luego empezaron las pruebas hasta que determinaron que no, que tenía un tumor cerebral», expone, «los médicos que me dieron el primer diagnóstico lo pusieron muy negro, tenía un angioma inoperable que, si crecía, podía dañar partes muy sensibles con efectos importantes». Para frenar el avance del tumor, se sometió a 27 sesiones de radioterapia y a un tratamiento de corticoides. Entonces, perdió el pelo y ganó peso. Cuando acabó la radioterapia, empezaron las convulsiones, que le han acompañado desde entonces, espaciadas más o menos gracias a los fármacos. Si el tumor crece, aumentan. Después de 15 años conviviendo con su enemigo, lo que peor lleva es no poder coger la moto. Las convulsiones llegan a ser muy fuertes y aparecen «cuando menos te lo esperas y eso te limita para hacer muchas cosas, lo que sí he visto es que la gente es buena, siempre me han ayudado».

Ahora vive entregado a su familia, a la búsqueda de objetos antiguos, libros, relojes y cámaras Leica, y a sus perras, Lola y Frida, que le acompañan desde que perdió a Bombay. «No sé si las casualidades existen, pero mi perrita Bombay murió de un tumor cerebral en el mismo lado que yo. Nos dimos cuenta de que le pasaba algo porque empezó a convulsionar, intentamos salvarla por todos los medios, pero se fue, eso me tocó mucho», afirma. Luego se para y dice sereno: «Hay que aprovechar cada momento, vivir y no hacer daño a nadie, yo me levanto cada mañana y pienso ‘tengo un día más’ para disfrutar de estar vivo y le digo a mi tumor: ‘tumor, no crezcas más por favor’ y me frustro al ver que la gente se complica por tonterías. Yo creo que todos tenemos la obligación de intentar ser felices, por ti y por los que te rodean».