Cada año por estas fechas repite el mismo ritual.

Se levanta bien temprano y, después del primer café, se viste de oscuro. No tiene hijos ni sobrinos así que enfila el camino al cementerio ella sola. Conoce bien a la señora que vende las flores en la puerta, que siempre le guarda un ramito de flores de muchos colores. Su Paco era muy alegre. Y ella con él, también. «Se me fue muy pronto».

Inés y Antonia quedan temprano para desayunar y luego acuden a colocar las flores a su madre, rosas blancas y rojas. De un tiempo a esta parte, Antonia pasea más de la cuenta por el campo santo. Su marido la dejó en diciembre del 2016 y aunque le duele pensarlo, le da paz visitar su tumba.

Victoria no va sola al cementerio. Desde hace tres años la acompaña su novio. Sus abuelos ya están mayores para subirse a la escalera, así que ella se encarga ahora de comprar las rosas blancas y colocarlas en la lápida de sus bisabuelos, como antes hacía su abuela, que siempre fue una madre para ella.

Encarna y Pilar tienen a sus padres, a sus abuelos y desde hace un año a su hermana mayor en el mismo cementerio. «Va pasando el tiempo y aprendes a llevarlo», dice Encarna. A Pilar se le saltan las lágrimas al nombrar a su hermana. «Es muy reciente», se disculpa, sentada en un poyete al sol. Aprovechan la mañana para ponerse al día y recordar. «Este es un día para pensar en los que están en el cielo y dedicarles un ratito».

Unas y otros han pasado antes de entrar por la floristería, donde se apura la venta de la flor natural, claveles, crisantemos, margaritas y clavellinas, lisiathus o coles de jardín, para vestir las tumbas de fiesta. A partir del día 1, los que pusieron flor fresca vendrán a por las de plástico. Sofía lo sabe bien. Lleva 20 años viendo el desfile floral desde su puesto callejero, pasado por agua como los demás, al que este año se incorpora la orquídea artificial como novedad, blanca y violeta.

Tras los muros, calles floridas como patios en mayo. El cementerio luce estos días limpio como un jaspe, y animado, muy animado. Nada que ver con un día normal. La promesa que las familias se hacen cuando alguien muere y que dejan grabada en piedra en sus lápidas «tus hijos, tu esposa, tus nietos, tu familia no te olvida», se cumple estos días. Mientras circulan escaleras de todos los tamaños y se acicalan recipientes con flores frescas, se oye la cantinela de los que buscan unas perras: «¡Escalera, pintura!». «Con la lluvia, llevamos dos días sin trabajar», se queja uno. Otro simplemente se encoje de hombros y repite: «¡Escalera, pintura!».

Un día para pensar en la muerte, aunque solo sea para recordar a los que ya no están en vida. Algunos aprovechan para descargar la mala uva con los que les sobrevivieron. «Le ha faltado tiempo a la mujer para echarse un novio», comenta una señora mientras sacude las flores viejas en un container, «con la edad que tiene». A esto que uno mejor pensado le contesta: «La compañía es buena, mujer, yo lo veo bien, que se junten los mayores es bueno, no se quedan solos». Y un tercero añade: «Mucha culpa de eso la tienen los hijos, si estuvieran con los padres otro gallo cantaría, pero eso ya no se lleva, eso es cosa de otros tiempos».

Recorrer de punta a punta un cementerio en vísperas del día de los Santos te pone los pies en la tierra. Entre nicho y nicho florido, emergen agujeros negros, huecos, comidos de telarañas, que te dan la perspectiva de la muerte y de la vida. Si te dejas llevar, tus pasos pueden conducirte a la calle de los niños, Beata Imelda se llama, la de las tumbas pequeñas y los epitafios más tristes. «Hay que ver cómo sufrió esa criatura», recuerdan dos mujeres, mientras una limpia la lápida de un niño de dos años, «para que la madre dijera que se lo llevara Dios... ya tuvo que ser». Ver tantos nichos pequeños e imaginar lo que esconden hace que un escalofrío te hiele la piel. En otra esquina, un cartel señala el «departamento de evangélicos» del cementerio de San Rafael. Tras una verja, lápidas en el suelo suficientes para llenar un patio de vecinos. Poco más.

Unos cartelitos amarillos llaman poderosamente la atención. Parecen avisos de desahucio. Alertan del malestado de las lápidas como cartas enviadas a un destinatario que quizás ya no esté. Al salir, un coche fúnebre se cruza, seguido por un ramillete de hijos y amigos. Es la muerte, la más implacable ley de vida.