Son solo algunos de los antiguos moradores de la casa de vecinos que fue durante un tiempo el convento de Regina. Sus testimonios ayudan a conocer un poco mejor cómo era aquel lugar.

ÁNGELA LÓPEZ

«ALLÍ CABÍA TODO EL MUNDO» Ángela López reside en el barrio en el que se ubica el convento de Regina, del que se fue hace tiempo y al que ha regresado porque siempre ha estado en su memoria. «Me he comprado una casa aquí», explica, y «en cuanto me dieron las llaves, me fui a buscar a los vecinos» con los que compartió parte de su vida. Algunos seguían en el barrio. Otros han fallecido ya. «Me dio mucha pena porque faltan muchos», señala con tristeza. «No nací aquí, pero estuve mucho tiempo», en concreto, hasta que cumplió los 20 años y se casó. «Allí cabía todo el mundo», asegura, mientras recuerda cómo compartía espacio con sus padres, sus siete hermanos y su abuelo. «Antes se tenía otro concepto de la familia distinto al de ahora», señala. A pesar de haber emprendido una nueva vida en otro lugar, volvía con frecuencia a visitar a su familia a esa casa que era «como un pueblo, una familia grande». Su familia permaneció allí hasta que el inmueble «fue declarado en ruina» y los vecinos empezaron a marcharse.

SOLEDAD NOTARIO

«NOSOTROS FUIMOS LOS ÚLTIMOS EN SALIR» Soledad Notario residía con sus padres, sus tres hermanos y su abuela en dos habitaciones. «Nací en 1955 allí, en la cama de mi madre, así como mis dos primeros hermanos», y «me fui con 23 años a la plaza de la Almagra», señala, por lo que estuvo allí hasta finales de los 70. «Un día un señor vio una raja y dijo que se podía caer, yo tenía 17 o 18 años, y pasamos mucho miedo». A partir de ahí, los vecinos empezaron a abandonar el inmueble. Sin embargo, su familia decidió quedarse y se trasladó a la parte de abajo. «Nosotros fuimos los últimos en salir de allí», recuerda.

Del estilo de vida de aquellos años, no olvida los «días soleados» en el patio, donde «lavábamos, contábamos historias, escuchábamos música, hacíamos labores, nos tirábamos al suelo para hacer las tareas, era nuestra distracción, y después, íbamos a la plaza Regina a jugar». El patio, donde también se hacían candelas, «estaba precioso de flores que los vecinos iban regando», relata, y en la casa «había un saladero, y una familia de labradores, los Pérez, que vendían huevos, gallinas, leche y ayudaban a los que más lo necesitaban». También «había un hombre que vendía tortas y negritos». Soledad confiesa que añora aquellos tiempos «tan bonitos» de aquella casa «con mucha vida» en la que «nos acogíamos unos a otros» y en la que, también, de vez en cuando, había alguna que otra pelea.

INMA ROMERO

«TODO EL MUNDO CUIDABA DE LOS NIÑOS» Sus recuerdos se limitan a los primeros años de su infancia pero son «muy agradables». Inma Romero residió entre los dos y los siete años en uno de los pisos de esta casa de vecinos, donde nacieron sus dos hermanas gemelas. «La más pequeña era muy tragona y comía varias veces al día porque las vecinas le daban», ya que «allí todo el mundo cuidaba de los niños» y «había mucha solidaridad entre los vecinos en aquella época». A pesar de que se fue en 1962 de allí con solo siete años, Inma describe, como si de una instantánea del pasado se tratase, cada rincón. «Debajo de la escalera había un váter», que compartían, y un arco que seguramente daba al huerto», asegura. «Unos pisos eran más grandes que otros y el de mis padres era pequeño», señala.

CHARO BARROSO

«VOLVERÍA A VIVIR OTRA VEZ AQUÍ» Charo Barroso lo tiene claro. Los recuerdos que tiene del pasado que compartió en Regina son «tan preciosos» que «volvería a vivir otra vez aquí». En su caso, el paso del tiempo no ha logrado borrar todas las huellas de lo que fue su hogar, que, a pesar del estado ruinoso del convento, aún se vislumbra entre lo poco que queda en pie. Su vivienda era más grande y contaba con cocina y baño. «Mi padre trabajaba para la dueña», explica, de ahí ese pequeño privilegio, ya que en la mayoría de las viviendas cocina y baño quedaban fuera. La cocina del que fue su hogar con los vestigios del fregadero y las ventanas que daban al comedor y al dormitorio de su madre aún se perciben. Según sus cálculos, el convento llegó a albergar hasta 34 viviendas. «Por las tardes nos sentábamos a coser en la galería», relata, «y la vida era sencilla y muy tranquila». «El primer patio era más feo», señala, «no había tanta vida, pero el otro era más alegre, con muchas macetas y el pilón cargado de plantas». Entre aquellas paredes que tantas y tantas historias conservan «había familias que estaban mejor y otras que lo pasaban peor». En su caso, eran siete, ella, sus padres y sus cuatro hermanos. «Yo nací allí en 1953 y estuve hasta los 18 años, cuando empecé a trabajar, y como no le hacían nada, decidimos alquilar una vivienda mejor», explica. A pesar de haber abandonado el lugar que la vio crecer, como «éramos como una familia, mantengo amistades de entonces», señala.

PEPI BRAVO

«SALÍAN CAMAS DE DONDE NO LAS ESPERÁBAMOS» Si algo caracteriza a los hogares del convento fue su capacidad de transformación. «Salían camas de donde no las esperábamos», asegura Pepi Bravo, que residió allí, en «dos salas», con sus padres y hermanos hasta que cumplió 17 años. «De día era una cosa y de noche otra», recuerda, y una de las dos salas, la que hacía de dormitorio, se llenaba de camas mueble. Además de compartir «cocina y retrete», los inquilinos de Regina también tuvieron que coger agua de un grifo común «porque no teníamos en las habitaciones». Ella y su familia residieron primero en la galería que separaba los dos patios y después «nos fuimos arriba». «Era otra vida» -señala Pepi- y «todos éramos iguales» y, «aunque ahora tenemos más comodidades, aquella fue una infancia feliz».