A Antonio, la vida no se lo ha puesto fácil. Escayolista y alicatador de profesión, trabajó duro varias décadas en la construcción aunque, como muchos otros albañiles, apenas haya cotizado a la Seguridad Social.

Su vida se truncó cuando se divorció y dejó su trabajo en Sevilla para volver a Córdoba a casa de sus padres. «Me fui con mi madre, pero cuando llegué me di cuenta de que mi hermano, que ahora está en la cárcel, era quien mandaba y por no matarme con él me fui a la calle». De eso hace ocho o nueve años. «Decidí irme a Huelva, y luego a Cádiz, buscando trabajo he dado un par de vueltas a España, en la fruta, en la obra, con manteros, he hecho de todo para sobrevivir, hasta robar para comer cuando no me ha quedado más remedio», explica sincero.

Harto de deambular de un sitio a otro sin rumbo fijo, volvió a Córdoba hace un par de años y pasó unos meses en el albergue municipal. «En la calle hay más buena gente que mala, por suerte», dice convencido. La oscuridad que veía al mirar al futuro lo llevó a engancharse al Trankimazín y al alcohol. «Nunca he probado otras drogas, las pastillas empecé a tomarlas para dormir hasta que no fui capaz de dejarlo». En el centro de la asociación Adeat le ayudaron a desengancharse en un proceso doloroso para el cuerpo y el alma que acabó liberándolo.

Un día se apuntó al programa de Housing First, que proporciona vivienda sin condiciones a personas sin hogar, y después se olvidó de ello. «Yo vivía en la orilla del río, junto al asentamiento rumano, en un chabolo hecho de tablas y puertas viejas donde pasabas las noches en vela temblando de frío cuando llegaba el invierno», afirma, «o chorreando cuando llovía, en el suelo, siempre con un ojo abierto porque te pueden robar o matar, con un pincho escondido, eso no se lo deseo a nadie; tener un techo te cambia la vida y no lo sabes bien hasta que dejas de tenerlo». Mantener la higiene se vuelve una misión muy complicada. «Yo me he bañado en una fuente como he podido con agua fría, en verano y en invierno», recuerda con la mirada perdida, «intentas lavar la ropa y colgarla donde sea para que se seque, haces tus necesidades donde puedes, como puedes, si es que llegas a tiempo a un sitio donde te dejen entrar».

«La calle es como un perro rabioso, que te muerde y no te quiere soltar», confiesa

Envuelto en esa incertidumbre asfixiante, «cuando me dijeron que me iban a dar un piso, me creía que era una cámara oculta», confiesa, «la calle es como un perro rabioso que te muerde y no te quiere soltar, no me lo creía». Por aquel entonces, ya compartía sus desvelos con Curra, su perrita fiel, la luz de sus ojos, que le sigue a todas partes y a la que mima como si fuera una niña.

En enero del año pasado, el programa le dio la llave de su vivienda, en el Sector Sur, donde ha iniciado una nueva vida en la que él mismo está desaprendiendo viejos hábitos y aprendiendo otros nuevos. «Entré poco antes de operarme de la circulación, si no me habrían tenido que cortar las piernas, me instalé aquí en silla de ruedas, dormía con las llaves en la mano porque seguía sin creer que era mi casa y poco a poco he ido recuperándome», relata Antonio, que ya ha cumplido los 60 años. Sabe bien que vivir en la calle acarrea muchos problemas de salud que tarde o temprano acaban dando la cara.

El programa de Housing First, que desarrolla la Fundación RAIS con financiación municipal, no pone obligaciones ni condiciones a los usuarios de los pisos. Busca la rehabilitación e integración social de hombres y mujeres sin hogar a partir de su dignificación, haciéndoles que vuelvan a sentirse personas, ofreciéndoles apoyo incondicional y dejándoles avanzar a su ritmo, para que sean ellos quienes se marquen sus metas, con la única exigencia de acudir a evaluaciones periódicas que miden si la calidad de vida de los usuarios mejora.

«Invité a un primo a vivir conmigo, pero me di cuenta de que no era buena idea porque no respetaba unos mínimos». Quería compartir su buena suerte. «Pero esto hay que respetarlo y si no, nada. Yo no quiero volver a la calle por nada del mundo». Este año ha vivido sus primeras Navidades tranquilo después de demasiado tiempo. «De la pierna estoy mejor», asegura mientras explica que en Nochebuena preparó «una ternera con una salsita», dejando claro que es «un manitas y un cocinillas». Ahora ya no va a recursos para personas sin hogar, vive integrado en una comunidad y su reto es «que me salga un trabajito».

«Ahora me da miedo la noche, si tuviera que volver a la calle no duraría ni dos días»

Antonio tiene un hijo al que hace años que no ve, aunque le gustaría retomar el contacto cuando cumpla 18 años, como ha hecho con su sobrino, «si él quiere», dice serio, «eso es lo que me motiva para tener una vida ordenada, tranquila».

Cuando empezó a vivir bajo techo, después de casi una década sin hogar, volvió a sorprenderse con cosas tan básicas como abrir el grifo y que saliera agua corriente, y a disfrutar «haciendo la compra (recibe una pequeña ayuda para alimentos), lavar la ropa en la lavadora o fregar la casa para que huela bien». Después de años, ha vuelto a dormir. «Tener un sitio al que echar la llave por las noches, sentirte seguro, esa es una sensación que había olvidado, ahora me da miedo la noche, si tuviera que volver a la calle, duraría dos días».