Córdoba, día 7 del estado de alarma por el coronavirus

Uno de los ejercicios prácticos de primer curso de rutina dominical consiste en vestirse de punta en blanco, ir a misa, comprar el periódico, el pan y la bandeja de pasteles para después del café, sentarse a tomar una caña con ensaladilla rusa y palillo gordo (la mitad se indulta envuelta dentro del papelillo) y de vuelta al hogar pasar por el asador para llevarse un pollo. Hay dos tipos de personas: los exploradores y los rutinarios. También están los que prefieren ese pollo asado con o sin patatas, pero ese es otro debate. La historia se repite porque somos seres rutinarios. Y cuando hacemos algo rutinario le estamos dando una tregua al cerebro. Más el domingo, día de asueto para el común de los mortales. «Cuantos más detalles de nuestra vida diaria podamos dejar en la fácil custodia del automatismo, más libres dejaremos nuestras mentes para el trabajo que les es propio», dijo el filósofo William James.

El caso es que la rutina ha pasado a la fuerza a mejor vida, por decreto. O, mejor dicho, vivimos tiempos para redescubrir o reinventar rutinas. El doctor Mario Alonso Puig escribió un tratado de motivación que tituló Reinventarse. Tu segunda oportunidad. Para Alonso Puig cuando nos reinventamos «sacamos a flote nuestro propio ser». Ahora toca reinventarnos los domingos. Sólo los más mayores puede que estén satisfechos con la soledad inusual de las últimas matinales dominicales. Como narraba el periodista Manuel Leguineche en El club de los faltos de cariño, los más viejos no saben bien lo que hacer los domingos. «Son días tontos -comentaba su amigo Crespín--. Las horas se alargan. Prefiero los días normales». Ya no hay días normales, ni domingos normales. Pero de esta aprenderemos a valorar la rutina. Resulta que éramos felices y no lo sabíamos, leí a alguien esta semana.

Algún feligrés solitario y un vecino despistado

Desde la esquina del Hermanos Roldán que hay en El Tablero, haciendo cuña (que no de chocolate) con las calles Poeta Emilio Prados y Poeta Juan Ramón Jiménez, se abarca todo lo necesario para superar de sobrado ese test de rutina dominical. Sin tener que recorrer más de 100 metros, se cumple con el culto religioso, están a la venta prensa y revistas y hay donde escoger para el aperitivo. Es el completo kit urbano del dominguero. Tras la misa de una, ese codo callejero es de una densidad humana apretada. Pero este lluvioso domingo el que quiera escuchar el habitual bullicio de por allí, que tire de cacofonías. Y no por las nubes. Apenas si han pasado algún feligrés solitario del vecindario que ha aparecido despistado porque no sabe si han repicado las campanas («vivimos tiempos en los que hasta Dios necesita de campanas», decía el escritor belga Simenon) y algún que otro atleta camino del próximo circuito de El Tablero que aún no se ha enterado, o sí, que si quiere correr, por el pasillo de casa. La rebeldía transgresiva es sinónimo de subcultura. Solo. Me muevo sin nadie alrededor. Como en esa soledad por la que se desenvuelve Eduardo Noriega en la Gran Vía en Abre los ojos. Claro que, «no vivo solo, vivo con mi soledad», continuaba el maestro Leguineche. El Roldán vende pan, ma non troppo, sin tomate y tropezones. Barrilero, Ágora, La Salmuera, La Gambita, Vermuterie, Burger King... todos han bajado la persiana. La estadística dice que en Córdoba hay un bar por cada 200 habitantes. Hoy en Córdoba no hay habitante para ningún bar, y ningún bar para ningún habitante.

Un lector de Diario CÓRDOBA adquiere en su quiosco la edición de este domingo. Ir a por el periódico es una de las cosas que se permiten durante el estado de alarma. Foto: FRANCISCO GONZÁLEZ

Una mujer con mascarilla pasa ante la parroquia de Cristo Rey. Foto: FRANCISCO GONZÁLEZ

El circuito de El Tablero, cerrado. Prohibido salir a hacer deporte durante el estado de alarma. Foto: FRANCISCO GONZÁLEZ

Las dependientas de una tienda de Roldán atienden a un cliente que ha salido de su confinamiento para ir a comprar el pan. Foto: FRANCISCO GONZÁLEZ

La crisis de los rollos de papel higiénico

El domingo ha cerrado Teresa la tienda de droguería. Es uno de los establecimientos decanos del lugar. También hasta allí han llegado los efectos de la crisis de los rollos de papel higiénico. Más que el coronavirus, parecía que se había desatado la ira de Moctezuma. El tatloni de los Mexicas ha dado nombre a una expresión popular que se refiere a una de las manifestaciones de la diarrea. Los que han arrasado con los rollos de papel higiénico se habrán acordado del día en el que les dio por quitar el bidé para que pudiesen correr los caballos por el cuarto de aseo.

Cuando alcanzo el circuito de El Tablero sin mediar los buenos días con paseantes (ese es otro de los ejercicios prácticos de rutina dominical, dar los buenos días a los parroquianos), me doy con el atleta que corrió por delante del Roldán como si le persiguiese una manada de búfalos. Me acerco, le pregunto y le doy los buenos días (¡Voto a Brios, un saludo!). Guardando más de metro y medio de distancia, como mandan los cánones de la alerta. «¿Sabe que lo que está haciendo está prohibido?», le digo. Adivino por su mirada que no debo ser el primero que se lo reprocha. Ya dijo Tristan Bernard que el primer beso no se da con la boca, sino con la mirada. Y acierto. «¿Tiquié ir ya. Que ya me he enterado, cipo…?». Y tras tan diplomática réplica, se adentra a tirar millas entre los naranjos y olivos de un espacio municipal que te recibe con el cartel de la autoridad que te advierte que se encuentra clausurado mientras dure el estado de alarma. Y se lo ha pasado por el forro de su antojo. Mientras se aleja me grita: «¿Y tú que haces en la calle, so capu…?». Cierto. Este no es mi domingo, que me lo han cambiado. Soy más rutinario que explorador. Y el pollo, con patatas.