Esta es una historia de la guerra y lo que vino después. El hambre, el miedo, el silencio. Una historia, cruzada por el azar, que ha tardado en cerrarse 72 años, cuando ayer, a las diez y media de la mañana en el cementerio de San Rafael, Pepa Marchena Diánez, de 71 años de edad, vio por vez primera a su padre. La evidencia ósea de lo que un día fue José Marchena Villagrán, y los zapatos con los que lo enterraron un día de mayo del año 46, cuando tenía 25 años, en una tumba de una parcela militar con nombre (metáfora cruel) de joven mártir, San Sisenando. Junto a Pepa, su hija grita sin poder contener la emoción: «¿Qué te hicieron abuelo? ¿Qué te hicieron?»

Tras el hallazgo, los familiares que han venido desde Trebujena (Cádiz), el pueblo de José, Pepe el del Lino, llaman rápido a Petra Diánez Herrera, que ha preferido no viajar. A sus 96 años no estaban seguros de que pudiera soportar la emoción. «Ha sido la novia eterna, no les dio tiempo ni a casarse», me susurra Pura Caballero, sobrina nieta de José, que sí ha venido a Córdoba con el resto de familiares y hasta con el alcalde del pueblo, que ha querido acompañarlos en la exhumación. «Nunca rehizo su vida, lo esperó siempre. Es la novia eterna de la canción».

Ayer se cerró una historia que había comenzado en la posguerra, cuando José, el primogénito de Pura, una viuda que sacaba con mucho esfuerzo 8 hijos adelante (el marido se había muerto poco antes de la guerra), fue llamado a filas.

«Él se había librado de ir a la mili, pero por las cosas de entonces uno del pueblo sobornó a quien fuera para librar a su hijo, y lo terminaron llamando a él». Era abril del 46, cuando José, joven fuerte y sano, tuvo que dejar los bueyes y el arado para irse a Cerro Muriano. Dejaba en su pueblo a Petra y Pepa, entonces un bebé de 9 meses, y muchos planes de futuro. Pero solo un mes después, a la madre de José fueron a buscarla dos guardias civiles. «Cuando le dijeron que fuera al cuartelillo, ya lo presintió», relata Pura, que ha escuchado mil veces esta historia. Allí le dieron dos telegramas, uno que decía que su hijo estaba malo y otro, que estaba enterrado, y una maleta con sus cosas. Sin cuerpo, lo velaron tres días.

«Mi bisabuela se enterró en vida. Murió de luto, y delante de ella no se pudo hablar jamás de José», cuenta. Con sus pocos medios, trataron de saber dónde había sido enterrado, pero el miedo y la creencia de que su muerte no fue natural y de que habría sido enterrado en una fosa común cercenó cualquier posibilidad. Hasta que el azar volvió a cruzarse en esta historia. Cuando en septiembre del año pasado, un bisnieto compra la casa de una hermana de José y aparece un baúl, y dentro, una carta del Ejército, fechada el 13 de junio del 46, en la que se dice con exactitud dónde está enterrado José. San Sisenando 25. Ahí empezó otra historia (de papeleo y burocracia para lograr que Defensa les permitiera exhumar) que terminó por fin ayer, cuando José regresó a su pueblo, de donde nunca tuvo que salir, junto a su novia Petra, su hija Pepa y el resto de su familia. Ahora sí, descanse en paz.