A través de una ventana, Neme cada día ve la cara del Cristo de los Faroles. «Tengo un privilegio muy grande», dice. La pandemia del coronavirus ha borrado paisajes y ha creado rutinas esenciales. Por eso, desde su mirador, busca a diario el rostro de sus hijos en la pared de enfrente. «Los veo casi todos los días. Un día viene uno, otro día viene otro», exclama con un pellizco, porque tiene el dolor de no poderlos abrazar, de no poder tocarlos. «Es lo que más echamos de menos», reconoce. En aquel rincón de la residencia geriátrica Nuestra Señora de los Dolores, esconde un pedazo de Córdoba y un puente por el que esquiva la insistencia del virus en alejarnos y en estirar los tiempos de espera para los reencuentros.

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A pesar de ello, la alegría no parece faltar en ella ni en su amiga Juanita, a su lado. Y tienen motivos. «Ahora estamos ya muy contentas, porque ya tenemos puestas las dos dosis de la vacuna», informa Neme con ímpetu. «No nos duele nada», añade Juanita. Y eso que ella la única vacuna que recuerda haberse puesto es la de la viruela a los nueve años. Tras pasar un mal rato, le dijo a su madre: «Ya no me vacuno más». Pero esta vez no ha dudado. La preocupación que generó el covid-19 parece dispersarse con la inmunización. «Sabemos que es por nosotros, por nuestros hijos y por los demás», sentencia Neme. A la sensación de alivio que sienten hay que sumar las ganas de encontrarse que las dos amigas guardaban. Desde que ambas llegaron a la residencia hace ya dos años, han sido inseparables. Y solo el virus se ha interpuesto, momentáneamente, entre ellas. «Ahora también estamos en diferentes plantas», dice Neme. «Y nos vemos de vez en cuando, pero eso da igual», agrega satisfecha su amiga Juanita.

Como la residencia se encuentra actualmente sectorizada -explica Francisco, psicólogo allí-, cruzan palabras y saludos cuando por los pasillos se reconocen. «Tenemos también ese disgustillo de que no podemos hablar, porque lo poco que podemos, con las mascarillas que no se oye muy bien...», explica Neme, que con una risa termina de ilustrar los encuentros furtivos con sus compañeras. Los residentes de una y otra planta se alternan para ir al comedor y a otros puntos del lugar. Pero no hay problema, «yo me llevo muy bien con todos», aclara Juanita.

Juanita y Neme, residentes en la residencia de Nuestra Señora de los Dolores de Córdoba.

Pese a las vacunas, la residencia aún sigue restringiendo las salidas al exterior y las visitas de los familiares por seguridad. Juanita tiene que saborear el café del bar de la esquina desde el recuerdo de sus paseos e imaginar a sus nietos. «Pero bueno, ya los veré», dice resignada. Como reconoce Neme, «esto se está alargando mucho». Desde la incomprensión de unos tiempos, Neme recuerda: «Nosotros hemos vivido otros». Para ella esto es «demasiado exagerado». Y anima a «seguir con fuerzas, llevarlo con paciencia».

Cambios y refugios

Desde su habitación de la residencia Orpea, Rafi encuentra un refugio en la lectura a sus 90 años. «Me pongo a leer y se me olvida todo», asegura. A veces, incluso, las actividades que ofrece el centro. «Tanto me entusiasmo con la lectura...», dice alegre. «Llevo ya casi un año que no salgo». Desde que empezó la pandemia, como el resto de residentes, ha tenido que permanecer allí, sin salir por las calles de su ciudad «de toda la vida». Pero, a través de las páginas, viaja. Entre su repertorio, «novelas de amor y cosas bonitas». Porque la alegría tiene un gran valor. Junto a ella, Juan, otro de los residentes, no pierde el sentido del humor a sus 91 años. «Ahora que hay vacunas tenemos la mosca detrás de la oreja», dice cuando habla de quienes aún sienten temor. No es su caso, ni el de Rafi. Para ella, es «como si no me hubieran puesto nada». Juan, por su parte, sí que reconoce haber sufrido una pequeña reacción, leve y «sin importancia». De todos los residentes, solo una mujer no ha querido vacunarse. Pero es algo voluntario. La única medida que tomarán desde el centro será «tener un circuito especial con ella, no va a poder salir a la calle», explica Manuel, uno de los profesionales que trabajan allí.

A pesar del confinamiento, el centro mantiene las actividades mediante «grupos burbuja», para preservar la seguridad y no dejar de lado la rutina de actividades. Cuando podía, Juan iba a visitar a su cuñada a su piso. Ahora sale a la terraza y pasea por las inmediaciones de la residencia. A veces la memoria también parece un refugio seguro. Y Juan se recrea en la suya. «Mi trabajo era en el campo siempre», cuenta. Y asegura que «antes era todo muy tranquilo». Cuando Manuel, el cuidador que le acompaña, halaga su buen estado, él responde con un «eso quisiera». «Ya con el pelo blanco no soy el mismo», concluye entre risas.

Para Rafael, Pepe y Charo, el trabajo de vacunación en la residencia de la Santísima Trinidad no ha podido estar «mejor organizado». ¿Y cómo se encuentran? «Maravillosamente bien», exclaman. No les faltan los halagos para los profesionales que los cuidan y tampoco de estos para unos residentes que, según Victoria, cuidadora del centro, «parecen hechos de otra pasta». Cuando se extendió la vacuna de la gripe en España, Charo no dudó en ponérsela. Pasar algunos días de invierno con 40 grados de fiebre no era plato de buen gusto. Desde entonces, nunca ha pasado por su cabeza dejar de hacerlo, afirma. Charo vive en esta residencia de mayores desde hace 10 años. Pero el 2020 fue totalmente diferente. La pandemia, al abrirse paso, sembró preocupación. Un año después, el avance respecto a la inmunización alivia, pero sigue permaneciendo la incertidumbre y la incomprensión. Como explica Victoria, ellos sienten que ya han hecho su parte, pero no entienden por qué los contagios siguen creciendo y, a pesar de eso, sigue habiendo gente que no toma conciencia. Pero lo dicen «sin resentimiento», aclara la trabajadora.

María López, nefróloga y doctora en la unidad de pacientes covid-19 en el hospital Reina Sofía.

En el interior de la ola

Como el resto de profesionales sanitarios que viven el covid-19 en primera línea, María López resiste el oleaje de la pandemia con la esperanza puesta en la experiencia del pasado. En el interior del hospital Reina Sofía, alterna su apoyo al equipo que se encarga de los pacientes contagiados con la guardia en nefrología, su especialidad. Desde que comenzó la primera ola, María López ha dedicado parte de sus esfuerzos a sostener el hospital frente a la marea. Ahora, en pleno tercer golpe, cuenta con la seguridad de estar inmunizada desde hace una semana. «Es un plus», pero la posibilidad de ser transmisora asintomática le preocupa. «Podemos ser portadores asintomáticos, con baja carga viral», explica. Y, por ello, sigue extremando las precauciones sobre todo por su familia y por sus pacientes. «Yo, particularmente, no he tenido ningún efecto secundario», asegura María López. Sin embargo, reconoce que «sí que ha habido compañeros que han tenido un poquito de fiebre, malestar, como el cuerpo muy cansado, dolores musculares, que se quitaron en 24 horas y con un nolotil no hay ningún inconveniente». «Es lo más habitual cuando se pone una vacuna. De hecho, si nos acordamos todos, cuando vacunamos a nuestros niños, el día que se vacunan, cuando son pequeños, tienen febrícula», indica la doctora.

Elisa Cerezo, que trabaja en las urgencias del hospital Reina Sofía, se la puso el pasado jueves. Algo que no pudo hacer una compañera. «Se contagió entre medias», dice la auxiliar de enfermería. Para María López esa puede ser una de las principales inquietudes de quienes temen vacunarse, ver que aun así pueden contagiarse. Por eso, aclara que «se necesitan dos dosis para alcanzar la inmunidad completa». Si entre ambas te contagias «es probable que tengas una PCR positiva», pero la primera dosis «te evite pasar una enfermedad grave». La PCR se retrasa hasta dar negativo. Algo que, como informa, suele ser en 10 días.

Para Elisa, hablar de la pandemia implica abordar una marejada de emociones. «Para mí esto es un poco...», intenta expresar. Y es que a ella le tocó vivir el drama de cerca, algo que le hace ponerse en la piel de los familiares de los pacientes con los que trata. «Llega un momento en el que dices, pero bueno, si la gente va con mascarillas, ¿cómo nos contagiamos?». Y esa incomprensión palpita en el pensamiento de quienes miran a la cara al virus. «No entiendo cómo no hemos cogido conciencia después de un año de tener que cumplir las medidas», dice María López.

Conexiones superiores

La pandemia ha exagerado las distancias. Entre el interior de las residencias que deben mantener la seguridad de los mayores y los múltiples escenarios exteriores que el coronavirus ha trazado, los profesionales intentan mantener una conexión de realidad.

«Buscamos la forma de mantener la actualidad de las noticias, que ellos estén también un poco al día», explica Francisco, psicólogo en el centro de Nuestra Señora de los Dolores. Por eso, cuando Neme ve que los contagios siguen subiendo trata de comprenderlo. «Nosotras no lo vemos bien, pero en este mundo hay de todo. Y como hay de todo, hay personas que se dan cuenta de lo que hay y otras que no se dan cuenta», dice con calma. «Como no lo hagamos bien hecho, vamos a tardar más tiempo en salir». Para Neme, esto «hay que hacerlo por todos».

Como ella, su amiga Juanita, Rafi, Juan, Pepe, Rafael, Charo y otros muchos residentes en la provincia de Córdoba han dado ya el primer paso en la vacunación. Ahora esperan poder volver a salir pronto a la calle.

Mientras tanto, con un teléfono y mirando a la pared de enfrente, en la Plaza de Capuchinos, Neme continúa acercándose a sus hijos desde su rincón especial, a través del puente de su ventana.